Esta pasada semana, los días previos a las vacaciones navideñas, los adolescentes han tomado el centro de Huelva con algarabía y haciéndose notar, como tiene que ser. Compartiendo lo que acababan de recibir de un chat, riendo y exuberantes de energía. Escenas prevacacionales que han conseguido (mágicamente) reavivar aquellas de los estudiantes del instituto La Rábida del pasado siglo. Y es que, sin disponer de un argumento coherente que lo justifique, hay momentos, escenas o cosas que, sin tener una importancia relevante, sin ser materialmente bellas o valiosas, se quedan con la persona y reaparecen, sin pretenderlo, porque forman parte de ella.

La rotonda de Juan Ramón Jiménez era, en tiempos, una confluencia extraña y anárquica de calles que, sin llegar a la intensidad del tráfico actual, nunca estaba desierta. Humildes casas de dos plantas, el cabezo de la Joya, el colegio Francés y los primeros chalets de la avenida Manuel Siurot convergían en una anodina esquina en la que nada sorprendía a excepción de un enorme, altivo y frondoso árbol, un algarrobo. Aquel algarrobo fue, en el siglo XX, lo que la palmera de Quintero Báez, en el XXI. Sirvió durante muchas generaciones de estudiantes del instituto La Rábida, como punto de encuentro entre los que subíamos la cuesta cada día procedentes de la zona de La Merced y del Molino de la Vega y los compañeros que vivían en el centro. En invierno, la poblada copa del algarrobo nos protegía de la lluvia y en primavera nos daba sombra. Ese algarrobo ha guardado discretamente confidencias, ha participado de risas nerviosas y calladas sonrisas. Ha sido testigo de las lágrimas de los primeros fracasos y albergue en la primera manifestación política vivida… Cuántas reflexiones, infantiles al principio, maduras más tarde, no habrá escuchado ese árbol. Cuántas declaraciones de amor lo habrán emocionado. Cuántas primeras y excitadas citas conocería. Cuántos primeros besos…

Cuando a principios del XXI, el Ayuntamiento de Huelva se planteó la urbanización de la rotonda, un insospechado temor sobrevoló por toda la avenida Manuel Siurot… ¿Y qué pasará con el algarrobo? Qué incertidumbre hasta que, finalizadas las obras, se comprobó que allí, en su sitio de siempre, algo más viejo pero igual de erguido, potente y soberbio, permanece ese inanimado compañero, compartiendo cavilaciones con Juan Ramón Jiménez y haciendo guiños a aquellos estudiantes de entonces que, bajo su sombra, fueron construyendo su presente.

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