La tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Violencias de género

EL pasado día 7 de este mes de agosto una mujer de 27 años fue detenida en Burgos tras asesinar a su propia madre, a la que había arrojado a un descampado a diez kilómetros de la ciudad, y ahogar a su hijo de tres años de edad. Ese mismo día ingresaba en prisión otra mujer, que unos días antes había abandonado durante toda la noche a su bebé de diecisiete meses en un cañaveral para poder acusar a su ex marido de secuestro. No han sido los únicos sucesos de violencia protagonizados por mujeres este verano.

En Murcia, apenas un par de días antes, una mujer mató a su hija, deficiente mental de unos treinta años, y después intentó suicidarse. Un poco más arriba, en Sueca, Valencia, una chica había, en los días últimos de julio, apuñalado a otra en la puerta de una discoteca. Los servicios de urgencia no pudieron hacer nada por salvar la vida de la víctima. Ese mismo día, en Arcos de la Frontera, Cádiz, otra chica se quitaba la vida después de haber ahogado a su hijo de año y medio.

No es inusual encontrar noticias en las que los recién nacidos son víctimas de sus propias madres. A finales, asimismo, del pasado mes de julio, una mujer ucraniana fue detenida en Barcelona por el homicidio de su hijo. "Una mujer mata a su bebé en El Masnou e intenta suicidarse", "detenida la madre del bebé abandonado en un contenedor de basuras en Almería", son algunos otros titulares encontrados al azar a este respecto. Es preciso aclarar, sin embargo, que si alguien tiene la ingenuidad de buscar en internet alguno de estos casos acotando la búsqueda mediante la fórmula "violencia doméstica" o "violencia de género", tan sólo hallará sucesos en los que los verdugos son indefectiblemente hombres y las víctimas indefectiblemente mujeres.

Y, sin embargo, también los hombres son ocasionalmente víctimas de la violencia de las mujeres. En mayo de este mismo año, una mujer de La Coruña mató a su marido y se entregó después a la Policía. Unos días después, en Madrid, una mujer peruana mató a su marido "harta de sus palizas", según entrecomilla el periodista en el titular de la noticia, tomando partido implícitamente por la versión de la presunta asesina. Esa tendencia más o menos inconsciente a introducir elementos de justificación cuando según qué tipo de crímenes son cometidos por mujeres contrasta con la absoluta ausencia de información acerca de las circunstancias biográficas o psicológicas que rodea a los agresores masculinos, reducidos apenas a la condición de bestias infrahumanas.

Ninguna de estas mujeres, sin embargo, constarán como agresoras en las estadísticas sobre violencia de género, ni ninguna de sus víctimas, aún siendo mujeres, podrían haberse beneficiado de la atención especializada que dispensan los juzgados de violencia contra la mujer. Aunque según señala el informe, publicado el 27 de febrero de este año, del Consejo General del Poder Judicial, el 25,6% de los fallecidos por violencia doméstica y de género son hombres, y que en el año 2007, por ejemplo, 10.902 denunciaron ser víctimas de violencia por parte de sus parejas o sus ex parejas, si alguien se molesta en consultar los datos que ofrece el Ministerio de Igualdad tan sólo encontrará agresores masculinos y víctimas femeninas, como si lo contrario fuera un imposible ontológico.

A tal respecto, resulta casi un sarcasmo que un Ministerio, cuya máxima responsable pasará, sin duda, a la historia de lengua española por haber parido la palabra miembra, y que se caracteriza por la orwelliana pretensión de imponer universalmente la neolengua de lo políticamente correcto, recaiga, sin embargo, a la hora de aportar datos sobre este tema, en un recalcitrante sexismo en donde ya nada es a/o, sino estrictamente masculino o femenino, según sean víctimas o verdugos, excluyendo cualquier otro tipo de casuística que pudiera poner en evidencia la inconsistencia de este constructo y, lo que es peor, discriminando a muchas de las víctimas, incluso femeninas (en el caso de las lesbianas, por ejemplo), en función del sexo de su agresor.

Sobre el tema de la mujer estamos construyendo uno de los grandes mitos de nuestra época, y creando una especie de ente de ficción con tan poca consistencia real como el de aquel tipo angelical, etéreo y, afortunadamente, inexistente que nos legó la mitología romántica. Lo peor, no obstante, es que alrededor de este mito se está entretejiendo toda una tupida red de organismos e intereses, puramente materiales, que nos perjudica tanto a los hombres como a las mujeres, en términos de libertad, en términos de igualdad y en términos de fraternidad. En este sentido, muchos y, cabe decir, muchas de los que, por formación y por convicción, hemos considerado siempre una obviedad incontestable la intrínseca igualdad de hombres y mujeres, asistimos no sólo con perplejidad sino con preocupación a esta especie de diferenciación ontológica a partir de una categoría metafísica tan discutible como la de género, que rompe ideológicamente con la única identidad que es admisible desde un punto de vista verdaderamente progresista: la de ser humanos, demasiado humanos.

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