A PRINCIPIOS de mes, Antonio Salas, magistrado de la Sala de lo Civil del TS, ante el primer asesinato de una mujer por su expareja en 2017, publicó un tuit en el que señalaba que la violencia de género se debe, entre otras causas, a la maldad innata de algunos seres humanos. Es la fuerza física, apuntaba, el factor determinante de las distintas consecuencias de una misma perversión, presente en hombres y mujeres. Ni les cuento la reacción furibunda del feminismo ortodoxo: le han llovido reprimendas y descalificaciones.

Sin embargo, su idea inicial me parece una verdad de Perogrullo: ni todos los hombres son canallas machistas, ni todas las mujeres se adornan de una bondad angelical. Cualquier planteamiento que niegue este hecho opera sobre una realidad falsa y, por ende, inservible para afrontar y atajar tamaña tragedia. Los efectos son desiguales porque los instrumentos para provocar el daño también lo son: es cierto que se multiplican los casos de violencia física contra la mujer, pero no lo es menos que existe violencia, principalmente psicológica, contra los hombres, aunque las estadísticas no dejen rastro de ella. El razonamiento contrario -se trata de un problema educacional; los hombres actúan así no porque sean biológicamente malos, sino porque aprendieron que la mujer les pertenece- se topa con otra obviedad: ¿es que el maltratador no tuvo la misma educación que quien no lo es? No niego el valor de la pedagogía: hay que enseñar respeto a todos y a todas, desanimar mecanismos de dominación e inculcar la intangible igualdad que garantiza una sana y pacífica convivencia.

Es eso, entiendo, lo que no favorecen nuestras normas: descompensando la balanza de la justicia, alterando la presunción de inocencia y las reglas de la prueba, se fabrica un escenario ficticio que no conduce a la igualdad, sino al rearme igualitario de los desvaríos. Estoy de acuerdo con Salas: la ley debería ser justa tanto para las mujeres como para los hombres maltratados. El aumento de las denuncias falsas, el silencio sobre las víctimas masculinas o el limbo en el que se mantiene el creciente fenómeno de la violencia entre homosexuales, supuestos todos en los que no cabe hablar de machismo, demuestran la inutilidad de la simplificación, la ineficacia de un planteamiento, como poco parcial, que diríase persigue antes la inversión del desequilibrio que el logro de una coexistencia libre, civilizada y paritaria.

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