Cambio de sentido

Trapitos

La ropa ha perdido el valor que tenía. Antes el paño era preciado, ahora es un bien casi perecedero

Esto de ser, como salida de una canción de Chencho Fernández, una muchacha rural también tiene sus ventajas: aleja de las nuevas usanzas del consumo. De la fiebre por comprar ropa, por ejemplo. La primera vez que pisé un Zara tenía lo menos 18 años. Desde entonces no consigo disimular mi estupor cada vez que entro en una de esas tiendas de ropa que ocupan edificios principales en el centro de la ciudad. Flipo: música de chunda chunda, que más que de comprar un chaleco dan ganas de echarse un cubata; dependientas armadas de infinita paciencia y pinganillos -audífonos, pensaba yo que eran-, walkies, micrófonos, lectores de códigos (radares no sé si llevan) y demás cacharrería de maniobra militar; una modelo aterida en la pantalla; grupos de chiquillas, guiris, madres, algún alma en pena, bloggers, shoppers, fashion victims… "¡compran como si estuvieran vendiendo!", diría Vicente Núñez. "Mejor vengo otro día", reculo, como si H&M fuera Tejidos Novedades de mi pueblo y el mes que viene fuera a seguir ahí, esperándome en el escaparate, ese vestido de flores.

Poco tiempo ha hecho falta para cambiar en España las lógicas, prácticas y ritmo del consumo de ropa. La fórmula, gastar -qué divertido- más, en más ropa y más rápidamente, en las tiendas y marcas de las multinacionales del sector. Aunque, hoy más que nunca, comprar ropa no es cosa únicamente de mujeres, al modelo actual le interesa apuntalar una idea de feminidad vinculada al consumismo, de tal modo que, si no mercas trapitos a gogó, te sientes una rara. Gran negocio. Tal demanda necesita una inmensa oferta y abaratar costes, mano de obra barata y subcontratas en China, Bangladesh, India, Vietnam, Camboya o Indonesia, que a saber cómo tratan a las personas y al medio ambiente. El Parlamento Europeo acaba de dar el primer paso para que las multinacionales textiles garanticen por ley la transparencia, la trazabilidad y el impacto ambiental de sus actividades. Ya era hora.

En pocos años, las prendas han perdido el valor -que no el precio- que tenían. Antes el paño era preciado, ahora es un bien casi perecedero. Puestas a elegir, preferimos: en el armario, un par de zapatos de domingo, las botas de batalla, unas cuantas mudas, el mantón, un buen abrigo y el vestido de flores del primer párrafo; en casa, amigas que prestan lo suyo y una tía que cose para la calle, y lejitos, un modelo de negocio que levanta más los resquemores que las faldas. Lo dicho: no se me puede sacar del pueblo.

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