Visiones desde el Sur

Transitoriedad

Hoy no deseo ser un urbanita; quiero sentirme integrado en la naturaleza

El rojo demonio del sol acaba de marcharse. A pesar de ello, tengo la incertidumbre de no saber si oscurece o amanece, si por avatares desconocidos para mí las cosas pudieran adquirir de forma asombrosa la luz que poco a poco se pierde. Me fijo con atención y, pasado el lapso que me confunde, compruebo cómo el aura se escapa entre las montañas y el púrpura sobrevuela las crestas de los cerros marcando negro sobre rojo la estructura accidentada de la sierra.

En la soledad del campo -un aleteo de gorriatos en el alero, un ladrido al fondo, una brisa que hace sonar las hojas de los alcornoques y castaños cercanos- dibujo tirabuzones sobre el porvenir que día a día me devora y que es como un ectoplasma al que no soy capaz de dar forma.

Estoy ahora -con la mente en la ciudad y el cuerpo en el agro- poseído de lo que Kenzaburo Oé dice que le ocurre a los emigrantes, "que no consiguen estar cómodos del todo en su nuevo país": que siempre son y serán unos extraños.

El ser humano es un animal proteico conformado por infinidad de voces que pululan y discuten en su interior y que a veces montan tal algarabía que puede llevarlo al desvarío: esa exclusión social. Pero la falta de certezas, sin embargo, en algunos casos, es un motor de búsqueda que impulsado por la duda puede llevar a encontrar inauditos caminos para darle un sentido a la vida, a la vida de cada cual, sin cuya presencia constante quedaríamos estancados en el lugar común de la ignorancia, esa faja que aprieta y anquilosa el desarrollo de la conciencia, acercándonos al paradigma del pensamiento único.

A lo largo de la vida tomarán protagonismo unas ideas u otras en función de nuestra formación, el medio o el país en que residamos. Borges, en su juventud, frecuentó bulliciosas tertulias literarias: en Madrid, se haría asiduo de El Pombo de Gómez de la Serna y de El Colonial de Cansino Assens; más tarde diría, después de rechazar al movimiento ultraísta, que "antes buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad".

Hoy no deseo ser un urbanita; quiero sentirme integrado en la naturaleza; dejar que el espíritu se hinche con la dicha de las estrellas que asoman sus pabilos en el manto oscuro de la noche y que poco a poco se cierne como una corona sobre mi cabeza. Pero sólo lo consigo a ratos. Cuando menos lo espero, mi imaginación ha volado de nuevo y estoy otra vez en la urbe. Todo es transitorio, concluyo.

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