Cuchillo sin filo

Francisco Correal

fcorreal@diariodesevilla.es

Transistor

Emilio es hombre de terrazas. En una de ellas echó a andar por primera vez el 18 de julio de 1936

Subí a tender la ropa. Como es de rigor, saludé a mis cuatro torres, los cuatro puntos cardinales de mi base por altura: la Giganta de la que habló Cervantes, la torre de don Fadrique, la de los Perdigones, icono de la revolución industrial, y la Torre Europa. Ésta, un abigarrado mosaico de colores, la incorporé desde que la vi fotografiada por Atín Aya. La noche era estrellada. Escribía Albert Cohen en Bella del Señor que las estrellas son los ojos de los muertos.

Me asomé a la terraza del vecino y lo que vi me pareció una obra de arte. Emilio enviudó de Conchita un día de la Inmaculada Concepción de hace tres años. Desde entonces, con una precisión de la guardia del Palacio Real, sus cinco hijos se turnan para que su padre siempre tenga compañía. La noche que subí a tender la ropa, esa partitura de los calzoncillos de la que hablaba Ramón Gómez de la Serna, vi a los dos Emilios, el padre y su primogénito. Estaban plácidamente sentados como si ocuparan un pupitre de la escuela. Los platos ya vacíos de haber cenado juntos. Ambos escuchando el transistor con una quietud misteriosa e inaudita en estos tiempos. El ruido y la zafiedad habían sido derrotados en un punto muy concreto del planeta, justo al lado de donde yo acababa de tender la ropa.

Los ojos de Conchita debían mirar la escena desde su estrella correspondiente. Un día me contó Emilio que nació en el otoño de 1935 y echó a andar por primera vez en la terraza de su casa de la Puerta Carmona el 18 de julio de 1936. Su madre, su tía y otras vecinas se soliviantaron con los tiros iniciáticos y el niño se hizo bípedo. Ha debido recordar la escena cada vez que ha visto crecer a sus seis nietos. La estirpe de Emilio y Conchita. Un buen hombre, un buen vecino que creo que nunca ha salido en un periódico salvo el día que apareció la esquela de Conchita, la madre de Emilio, Inmaculada, Virginia, María Jesús y Carlos. El quinteto que se turna para que su padre nunca cene solo y administre los diálogos estelares con la mujer con la que formó una familia a la que le transmitió una manera de tender y entender la vida.

Un transistor, dos platos vacíos y dos Emilios llenos. Un bodegón de Marconi con vistas a la torre de don Fadrique, ese edificio italianizante que juega al escondite con los viandantes. Ayer lo vi en la misa de diez y media. Las estrellas estarían dormidas. Un hombre y su hijo se habían bastado para vencer en la noche al ruido y la faulkneriana furia.

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