Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Tesoreros

Los partidos deberían olvidarse del tesorero al uso para administrar su dinero. Mejor una máquina

Ahora que ya es irreversible y ha dejado de ser un cuento futurista cualquier organización, agrupación o corporación que se precie debería dar el paso y dejar el asunto bajo la supervisión de un robot. Recuérdense las tres leyes de la robótica según Isaac Asimov: 1ª) Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. 2ª) Un robot debe hacer o realizar las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la primera ley. 3ª) Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la primera o la segunda ley.

El asunto es el dinero. ¿Es que hay otro? Siendo una creación del hombre, ha terminado por transmitir e informar de lo peor de éste. Hasta hay causas filantrópicas que generan un efecto contrario. Todo lo concerniente al parné es demasiado humano, terrible y estúpidamente humano, y por eso quizá toque ya deshumanizarlo. Una vez que impregna los billetes, la grasienta huella del hombre ya no sale, y si se trata de manchas de sangre ahí sí que no hay lavado que valga.

Lo dicho: hay que reparar en las leyes asimovianas. No hay otra salida. Sobre todo en los partidos políticos. Tienen que olvidarse del tesorero al uso. Mejor la máquina. Parece que los bancos, custodios del capitalismo -quién si no, claro-, han señalado el camino: cada vez menos gente toca el dinero. Incluso cada vez menos gente lo ve. Es una cuestión de fe. In God We Trust.

Por lo demás, los tesoreros siempre han tenido muy mala prensa. Y ha ido a peor. Guardar y administrar la guita de los demás ha provocado el rechazo glacial del resto desde los tiempos de escuela y juventud, cuando se hacía un fondo para la juerga del sábado noche. Por razones obvias, la responsabilidad de esa caja recaía sobre alguien de perfil muy bajo para el despendole, poco sobresaliente en la farra, serio y eficiente en la contabilidad pero despreciado por el ángel de la gracia. Se consolaba de su irrelevancia social acariciando en el bolsillo del pantalón con deleite subrepticio los billetes ajenos, pero sobre todo acumulando información sobre la tacañería de unos y la codicia de otros y sobre la relación de cada miembro del grupo con el dinero: quién ansía amasarlo desde joven y quién lo pretende para gastar algo fuera del fondo común. Y así va adquiriendo poder el tipo gris, ese tesorero en ciernes, para cuando llegue la hora de su revancha. Que llega calculada. Y fría y dura, como la mollera de un contable.

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