LA televisión empezó siendo un pasatiempo más entre otros con los que los españoles llenábamos los ratos libres. Ahora es el pasatiempo por excelencia de casi todos, y el único para muchos. En 2007 se ha batido, una vez más, el récord de consumo televisivo: 223 minutos diarios por cada español. Más cerca de las cuatro horas al día que de las tres.

¿Adónde vamos a parar si continúa la tendencia? No lo sé, pero desde 1990 el consumo diario de televisión se ha incrementado más de cuarenta minutos por persona en España. Ningún otro contenido del tiempo de ocio de los españoles se le aproxima. Ni el cine, ni el deporte, ni la lectura -¡a quién se le ocurre!- ni los viajes nos atraen tanto como ver la tele. La pequeña pantalla es la gran pantalla que domina nuestras vidas. A través de ella nos divertimos, nos informamos y nos formamos.

A veces exclusivamente, lo cual, sin exageración, da cierto miedo. No hace falta señalar con el dedo algunos programas de éxito apabullante, pero la televisión, tomada en dosis masivas y sin contrapesos, produce individuos dotados de una información superficial, básicamente pasivos, ayunos de instrumental crítico frente a la realidad y ahítos de valores efímeros y frivolones. Más que ciudadanos, consumidores de todo lo que les echen.

El consuelo de algunos sociólogos preocupados por el estado mental de los españoles era que el consumo de TV estaba en función de la meteorología. Con el llamado buen tiempo se veía menos la tele y, por así decirlo, el ocio de los españoles se normalizaba y diversificaba. Escribo en pasado porque en este año que recién acabó los aumentos del tiempo de exposición a la TV -la expresión es para enmarcarla: como someterse a los rayos ultravioletas- se han registrado en abril, mayo, julio, agosto y septiembre; es decir, cuando teóricamente apetece salir a la calle en lugar de apoltronarse frente al aparato. Y los que más se han expuesto han sido, cómo no, los sectores sociales de menor nivel de renta y cultura, y los inmigrantes. Los más indefensos ante un medio de comunicación avasallador y de vocación excluyente.

Ni siquiera cabe el consuelo de considerar que la televisión mantiene a las familias unidas, aunque sea sin intercambiar una sola palabra, atontadas alrededor de la caja tonta. Eso pertenece a la prehistoria, cuando el televisor servía como elemento de integración vecinal y social. Ahora, con la fragmentación de la audiencia, el consumismo sin límites y la individualización del consumo, las familias no ven juntas la tele. Cada miembro tiene la suya en su cuarto y se encierra a solas con su programa favorito. Hasta las peleas por controlar el mando a distancia, tan familiares, se han acabado.

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