Una vez más, el informe PISA ha vuelto a poner sobre la mesa las enormes carencias y problemas que padece el sistema educativo andaluz. Una vez más, la diferencias con respecto a las demás comunidades españoles vuelven a ser excesivas y nuestros estudiantes aparecen dibujados como unos tristes proyectos de fracaso escolar. Los datos son tozudos y, por mucho que desde la Junta se busquen excusas baratas, recaemos nuevamente en un dibujo académico realmente preocupante.

Vivimos en la era del conocimiento, en la etapa de la historia de la humanidad más clara en la que los saberes de los que disponemos son sin duda más elevados. El desarrollo de la sociedad tecnológica apunta a que aquellas labores ligadas con la ausencia de conocimientos cada vez van a ser menores. La gran mayoría de los empleos del futuro están por inventarse aún y en esa circunstancia contar con unos jóvenes con una formación menos especializada es partir de una desventaja competitiva.

Hay quien dice que el culpable de todo esto es un sistema mal diseñado. Se apunta a que la culpa es de unos políticos preocupados en destruir lo que hacen los demás en lugar de en edificar unas leyes modernas y bien enfocadas. Puede ser cierto, pero la realidad es que somos nosotros, los padres, los que realmente tenemos la culpa de lo que está ocurriendo. La dejación de funciones, la tendencia a responsabilizar a los maestros de las carencias de nuestros hijos, la comodidad de dejar en manos de los artilugios informáticos los ratos libres de nuestros pequeños están detrás de su pérdida de conocimientos. Hemos abdicado en buena manera de nuestra labor como educadores con la excusa de que la vida actual nos impide tener tiempo para nuestros pequeños. Preferimos que no nos molesten nuestros hijos en nuestros ratos de asueto con excusas relacionadas con el estrés, la falta de tiempo para nosotros y la necesidad de socializarnos con nuestros amigos.

Una sociedad que abandona la formación de las nuevas generaciones es una sociedad condenada al fracaso. Más allá de bienes materiales y perecederos, la verdadera responsabilidad de las generaciones maduras es legar a las más jóvenes los conocimientos y saberes necesarios para que puedan bandearse por la vida de la mejor manera posible. Y eso se hace asumiendo las responsabilidades desde el hogar. Sin caer en la tentación fácil de culpar a los representantes públicos por ser incapaces de articular leyes y programas dignos de nuestros hijos. La educación es cierto que es un deber del Estado, pero es sobre todo una obligación de los padres. Y fracasar en esa encomienda es el peor favor que podemos hacer a nuestros hijos.

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