Reguetón

Detrás de las manifestaciones del nacionalismo siempre acecha el cerebro reptiliano del ser humano.

España es uno de los países menos nacionalistas de Europa. La bandera nacional apenas se ve, y cuando ondea en los organismos oficiales, siempre está rodeada de la bandera autonómica y de la bandera europea. El himno nacional casi sólo se interpreta en las finales futbolísticas, en las que recibe estruendosas pitadas que no causan la más mínima incomodidad legal a nadie. Y la historia nacional se estudia de forma muy limitada en los colegios, donde ha sido sustituida por la historia de las comunidades autónomas, a veces falsificada o tergiversada de forma vergonzosa. Ningún niño español -salvo algún friqui- se conoce los mitos fundacionales sobre los que se construyó -igual que todas las naciones del mundo- la nación española: Viriato, Don Pelayo, el Cid, Agustina de Aragón, todas esas antiguallas.

Y que conste que digo todo esto con admiración y no con amargura. Si algo bueno tiene el nacionalismo español es que es mucho más pudoroso y modesto que la mayoría de los nacionalismos. En general, salvo algunos nostálgicos ultraderechistas, la mayoría de nosotros nos tomamos la idea de la nación española con cierta prevención. Somos cautelosos y desconfiados, y por eso casi siempre procuramos no caer en ningún exceso patriótico. Y hacemos bien. El nacionalismo es una patología que se funda en los peores instintos del ser humano. Detrás de todas las manifestaciones del nacionalismo siempre acecha el cerebro reptiliano: esa parte de nuestra mente que está controlada por las emociones más viscerales y que nos impulsa a la violencia y al odio.

Si lo pensamos bien, toda la propaganda de los nacionalistas catalanes y vascos sobre el supuesto nacionalismo español (rancio y casposo y caduco y feroz) es una paparrucha tan machacona -y aburrida- como el reguetón que estos días atruena en los chiringuitos playeros. Pero por asombroso que parezca, hay mucha gente que se la cree. Nuestra izquierda más caribeña, por ejemplo, se traga a pies juntillas todas estas mentiras. No sólo vivimos en un país sometido a un férreo nacionalismo centralista, sino que somos una sociedad homófoba, reaccionaria, clericaloide y corrupta (en esto último, reconozcámoslo, no les falta razón). Y aunque todas las evidencias las desmientan, las mentiras se repiten cada día. Y cobran fuerza. Como el reguetón en verano.

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