AEsperanza Aguirre se le notó demasiado que quería sustituir al dos veces derrotado Mariano Rajoy. Bueno, se le notó más preventivamente que a posteriori: cuando incordió todo lo que pudo para que Gallardón -otro con ambiciones- no se situara mejor que ella ante la "inevitable" dimisión de Rajoy. Pareció que apostaba por el fracaso de éste en las urnas.

En las horas siguientes al 9-M, en cambio, estuvo modosita. Aparentemente (una de las mayores tonterías inventadas por los socialistas fue aquella de que Esperanza Aguirre es tonta). Mandó por delante a un consejero de su gobierno y la acorazada mediática que la mima se lanzó en tromba: Mariano tenía que irse. Es significativo que en la reunión del Comité Ejecutivo del PP en la que Rajoy anunció que seguía Aguirre fuera la última en pronunciarse a su favor y que nadie la aplaudiese, como a los demás. Sencillamente nadie creyó en su sinceridad.

Rajoy sabrá qué razones últimas le impulsaron a continuar, pese a los dos batacazos electorales que se ha pegado frente a Zapatero y al inequívoco mandato que recibió del rostro de su esposa en el balcón de Génova, pero no deben ser muy ajenas a esa mezcla de responsabilidad y ambición que alimenta todo liderazgo político y al simple cálculo de probabilidades que lo consolida. Se encontró con que barones territoriales muy cualificados del partido rechazaban a la pretendida heredera. Singularmente, le animó el respaldo de los dirigentes de Galicia, Murcia, Cantabria, Baleares y, más que ninguno, el del relativamente victorioso Javier Arenas y el del absolutamente triunfador Francisco Camps, el único que le defendió en público en aquellas horas aciagas, el hombre que ha consagrado la hegemonía del PP en la pujante Comunidad Valenciana. Si Esperanza Aguirre aportó 18 diputados al Congreso, Camps ha llevado 21.

De modo que en torno a Rajoy se ha fraguado una auténtica rebelión de los catetos frente al dominio de Madrid, sus intrigas palaciegas y sus influencias extrapartidarias. Lo cual viene a reflejar una vez más que un partido nacional es un organismo complejo que no se puede manejar a golpe de conspiraciones de salón. Ya pasó en AP, cuando otro cateto, Antonio Hernández Mancha, derrotó al aparato aliancista en 1987 y se hizo, efímeramente, con la presidencia.

Esperemos que Rajoy no acabe como él. Quizás el registrador de la propiedad pueda ser, al fin, dueño de sus destinos. Alejandro V. García escribía aquí días atrás que "la aversión a aceptar con franqueza la primera derrota en las urnas (2004) ha traído como consecuencia la segunda (2008)". Rajoy tiene en sus manos aceptar las dos, asumir sus culpas y obrar en consecuencia; o sea, cambiar.

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