AUNQUE nadie sepa muy bien qué diablos significa progresista (para mí, el único significado posible de progresista es sensato), todavía hay gente que considera progresista que un hijo menor de edad tome decisiones importantes sobre su vida al margen de la opinión de sus padres. He dicho opinión, no imposición ni orden ni mandato, que son cosas muy distintas. Pero hay gente que cree que la opinión de los padres, aunque sólo sea un consejo o una advertencia, es en sí misma una intromisión en la libertad del hijo, o peor aún, una coacción. Y eso no es así. Una de las mayores conquistas de la civilización es el diálogo entre padres e hijos, la creación de un territorio común donde cada uno mantenga su personalidad propia, pero en el que sea posible escuchar las opiniones del otro, aunque sea para rebatirlas.

Durante siglos, las relaciones entre padres e hijos se limitaban a un modelo único que se manifestaba de dos formas: o bien el hijo se convertía en una réplica de su padre, porque aceptaba sin rechistar su autoridad y su forma de vida (la madre, por desgracia, casi nunca contaba), hasta el punto de que acababa hablando igual, haciendo un trabajo igual, vistiéndose igual, comportándose igual y pensando igual. O bien se daba el caso contrario: el hijo reaccionaba con furia contra todo lo que representase su padre, así que el hijo del guardia civil se hacía anarquista, el hijo del ateo se hacía cura y el hijo del beato se hacía ateo. Lo que nunca parecía posible era que padres e hijos aprendieran a respetarse, o incluso a influirse, en una relación que fuera enriquecedora para las dos partes: para los padres, porque les descubría las cosas que ocurrían en las calles y en las discotecas que frecuentaban sus hijos y que ellos no conocían; y para los hijos, porque averiguaban que sus padres también habían sido jóvenes, y habían vivido lo mismo que vivían ellos, y habían sentido el mismo desconcierto y la misma inseguridad, pero también el mismo júbilo y la misma pasión que ahora ellos sentían.

La mayor conquista de la libertad individual no es -como creen los progresistas de charanga y pandereta- que los adolescentes hagan lo que les dé la gana, sobre todo en su vida sexual, sin escuchar a nadie y sin preguntar a nadie, sino que padres e hijos aprendan a dialogar y a mantener opiniones distintas. Y el momento de mayor plenitud que puede haber en la relación entre un padre y un hijo (o una madre y su hija, o entre un padre y su hija), es ese día en que el adulto, de repente, en medio de una conversación, se queda callado delante de su hijo y recuerda cómo fue su "primera vez", y el hijo, por simple intuición, sin necesidad de palabras, descubre que esa primera vez no fue tan distinta de la suya.

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