Es un signo más que nos ayuda a discernir un proceso. Fueron conceptos antagónicos, y en determinados ámbitos casi irreconciliables. No se pueden acordar las nuevas generaciones. Hubo un tiempo que en algunos ambientes cofrades ortodoxos y puristas preconciliares de la Semana Santa no era compatible, no se podía militar en los dos bandos. Entre medio en serio y medio en guasa, o se era cofrade, o se era rociero.

Producto de una visión más estricta y severa de las cosas, es cierto que hubo entornos geográficos más proclives a esta dicotomía cofrade, en los que este hecho cobró más notoriedad. Seguramente en aquellos minoritarios, en los que la Semana Santa o algunas cofradías patronales, tenían un peso específico muy importante, con cofradías con una fuerte presencia y raigambre social, que fijaban un único y defensivo prisma desde el que contemplar la realidad, desde la atalaya de una inaceptable superioridad.

Después hemos visto cómo al tiempo que El Rocío y la devoción a la Virgen del Rocío iban conquistando el corazón de Andalucía, y de allende sus fronteras; iba entrando en sociedad, incluido en los ámbitos más reticentes de la jerarquía de la Iglesia; cómo se fueron difuminando estas líneas. Hasta el punto, de que la iconografía mariana del Rocío, ausente durante centurias, se fue haciendo hueco y conquistando espacios, incluso en el universo más sensible para cualquier cofrade. No ya en sus insignias o estandartes; en el mismísimo pasopalio de su titular, en donde hoy es fácil descubrir en el bordado, en la orfebrería o en la talla que se ha hecho en los últimos cincuenta años, algún detalle que nos evoca la devoción mariana más universal de Andalucía; desde Ayamonte hasta Almería, o desde Jaén hasta Cai.

Se adelantó, no obstante, el maestro Turina a este previsible e inevitable mestizaje de tiempos, de sentimientos y militancias, cuando nos dejara escrito a principios del siglo XX los acordes, de una de las más bellas marchas procesionales de su vasto repertorio, 'La Procesión del Rocío'. Un himno de reconciliación para inquisidores de mirada estrecha, una sinfonía que viene a fundir de forma impecable dos tiempos litúrgicos para situarnos en el umbral mismo de la gloria, de la resurrección de Cristo, con un eco de aleluyas y de encendidos presagios de triunfos de la vida sobre la muerte; un canto de enajenación del momento presente, que nos transporta hacia momentos y experiencias futuras.

No hay marisma sin resurrección. Cada vez que suena, cada vez que marca el rachear de alpargatas de una cuadrilla de costaleros a la sombra de una Madre Dolorosa, nos pone la piel de gallina y nos llena el alma de inefables augurios. Inevitablemente nos mueve y nos arrastra. Sus notas, sus altos, su movilidad y su apoteosis final es todo un preludio de marisma, de resurrección y de victoria.

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