Plebe

La democracia no puede vivir ahogada en mal gusto, odio, chabacanería, insultos y ausencia de altos valores

Leo un artículo de un maestro en este arte efímero de levantar columnas una por semana. Arte breve donde los haya y en el que, como en el de torear, hay, en orden ascendente, figuritas, figuras y figurones. El que me sirve de reclamo hoy es un figurón, algo así como Manzanares, Ponce o Morante. Rescata el maestro el concepto de la Grecia clásica que se conoce con el nombre de Oclocracia. Nos recuerda cómo Aristóteles lo denunciaba como uno de los peligros más graves de la democracia. La Oclocracia es el gobierno de la plebe, que no del pueblo, de las turbas, que no de los mejores, de las masas que se mueven al cornetín de la moda, de la emoción o del instinto, por bajo que este sea. El tema me ha llegado especialmente en estos días de recuerdo de la Pasión de Jesús de Nazaret. A Jesús, durante su vida pública, lo sigue el pueblo; lo venera, lo admira, lo oye, lo adora. El cénit llega el Domingo de Ramos cuando tiene lugar la clamorosa entrada en Jerusalén con todos los atributos de un rey davídico. Días después la plebe, la muchedumbre primitiva y voraz pide su muerte. ¿Son los mismos que días antes lo alababan? Yo creo que no. Los que lo reciben enaltecidos y alegres en Jerusalén es el pueblo de Israel. Los que piden su muerte en cruz hasta enronquecer las gargantas es la plebe de Israel; prefieren liberar a un delincuente antes que a un justo. Les da igual que el gobernador romano no encuentre culpa en aquel hombre. No entran en razón, quieren sangre y la tendrán. ¿Qué ha pasado? Pues muy sencillo. Los sumos sacerdotes, el poder, han enardecido y encabronado a una parte del pueblo con mensajes demagógicos y bastardos y los han convertido en plebe.

El ser humano es el mismo que hace dos mil años y también hoy corremos el peligro de que los poderes públicos y los medios de masas nos conviertan en plebe. La manipulación informativa hoy bate récords, la adoración de lo políticamente correcto está en la cumbre, el encanallamiento de la vida pública y privada es insuperable. Hemos alumbrado, ahí está, unas generaciones que hacen gustosa ostentación del mal gusto, de la palabra tabernaria, del insulto permanente, de la chocarrería, del desprecio por el vecino, por el adversario, del desaliño indumentario. Hemos abierto las puertas a la conversión en plebe a toda una sociedad democrática. Y ambos conceptos son incompatibles. La democracia no puede vivir ahogada en mal gusto, odio, chabacanería, insultos, matonismo y ausencia de altos valores. Salvemos la democracia aislando estos brotes de bajeza cívica. Así sea.

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