Pasaron muchos años sin que nadie se fijase en él. Transitaba sereno y reflexivo, escoltado por las dunas, mientras varias garcetas e incluso algún águila pescadora revoloteaban a su alrededor. Pocos reparaban en su presencia, vestido de ese anonimato tan singular que confiere lo familiar. Solamente algunos vecinos del lugar eran conscientes de su existencia y se sentían agradecidos porque les proveía, día sí, día no, de almejas y algunos longuerones que les proveían los ingresos que entraban en la casa.

No se conoce exactamente en qué momento ni por qué, los oriundos del Rompido empezaron a mirarlo de otra manera, mezclando la admiración con la sorpresa. Probablemente ellos, tan habituados a su compañía, no repararon en su belleza, sino que fueron algunos de aquellos visitantes despistados, que confesaban conocer medio mundo, los que confesaron que en ninguno de los países que habían visitado, habían contemplado el color del nácar en la puesta de sol. Éstos se lo contarían a otros y éstos a otros, hasta conseguir que toda Huelva volviese la vista hacia él sin fines utilitarios: la belleza por la belleza. Seguramente fue entonces la primera vez que el río Piedras, en cuyas laderas han vivido desde los fenicios hasta los musulmanes, pasando por los romanos, se sintió importante. Sería en aquel momento cuando ese Piedras, hogar de tantos afluentes, generador de tan importantes embalses que regularizan su caudal y originan canales de riego, se sintió protagonista del paisaje.

Hoy, casi treinta años después de que la Marisma del Piedras fuese catalogada como Paraje Natural, se han producido muchos cambios. En la orilla del río, de azul intenso en invierno, ya no huele a retama y romero. Sus aguas han sido tomadas por demasiadas embarcaciones de recreo que, además de provocar un alarmante tráfico en su cauce, dejan tras de sí un tufillo a combustible que tapa el de los pinos. Hoy, los hijos y nietos de aquellos mariscadores de camarones se dedican a la hostelería y muchos de sus clientes, de diferentes países europeos, se alojan cerca del curso del Piedras en confortables hoteles.

Pero hay cosas que no cambian. Cuando el sol se pone en el río, las nubes se visten de lilas y naranjas y la marisma, de suaves verdes durante la bajamar, se tiñe entera de rosas. Mientras el río discurre silencioso, encañonado entre la Flecha del Rompido y la costa buscando al Atlántico sigue despertando viejas y nuevas emociones. Y en ese momento, se cree en Dios.

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