La otra orilla

Patria

Sólo el internacionalismo nos vacuna de la estupidez. Lo decía Franklin: donde esté la libertad, ahí está mi patria

Corre por las redes un boicot contra la película que Fernando Trueba estrenará la semana próxima, La reina de España. El motivo es una frase que el director soltó cuando recogió el Premio Nacional de cinematografía en 2015: "Ni cinco minutos de mi vida me he sentido español". Tan personal conflicto de identidad levanta en ciertos foros una cantidad de improperios, mezclados con la consabida arenga patriótica, que primero causa perplejidad y después vergüenza ajena. Debe ser que sólo los muy españoles pueden atreverse a nombrar a la patria… No quiero ni pensar cómo se superaría a sí mismo este esperpéntico discurso si encima Trueba no fuera madrileño y hubiera nacido un poco más al noreste.

Tengo que confesarlo: si esto es ser español, o española, yo tampoco quiero serlo. Ya sé que estos desvaríos no deberían identificarse con el sentimiento patriótico, sea como sea dicha emoción que no pongo en duda que exista. El otro día un alumno criticaba ante mí los desafueros de Trump, pero manifestaba entender su defensa chauvinista de los EEUU. Con eso sí se identificaba, porque, me decía, "yo soy muy español". De ahí al fanatismo sólo hay una delgada línea que por supuesto no es roja, sino del color que disponga quien la traza: es la misma línea invisible que han cruzado el yihadismo, la ultraderecha europea o la defensa de la supremacía blanca del nuevo presidente americano. Es la línea de la exclusión, del rechazo a quien no sea como yo. El problema no es declararse "español", ni siquiera transformar un sentimiento difuso en ideología: es despojar de dignidad y derechos a quien sienta lo contrario. El pro-español es depredador por instinto de supervivencia: sólo contra quienes se sienten libres de elegir su patria, como el mismo Trueba, encuentra su razón de ser.

Se dice a menudo que en nuestro mundo globalizado ya no existen fronteras, y a pesar de las atrocidades que lo desmienten, creo que es verdad. No me refiero a las fronteras geográficas, que, como en la cuántica, existen según quien las observa: permeables para los intereses de las transnacionales, y en forma de concertinas o cementerio marino para quienes huyen de la pobreza y la guerra. Estaba pensando en las fronteras del corazón: en tantos cooperantes españoles, por ejemplo, que demuestran cada día cómo uno tiene derecho a decidir cuál es su patria. Sólo el internacionalismo nos vacuna de la estupidez. Lo decía Franklin: donde esté la libertad, ahí está mi patria.

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