La tribuna

Carlos Amigo Vallejo

Paso de misterio

EN la terminología de la Semana Santa es fácil distinguir el paso de Cristo, el de palio y el de misterio. Este último lleva más imágenes, más figuras, más símbolos. Todo ello sirve para explicar, de una forma sensible, alguno de los misterios de nuestra fe cristiana, como son los de la Encarnación del hijo de Dios en las entrañas purísimas de María; la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, la Eucaristía.

El misterio no es un problema, pues en él la verdad resplandece y es comprensible desde la luz de la fe. La solución se da en el acto libre del creyente que reconoce que Dios ha hablado a los hombres, particularmente con la vida y la doctrina de nuestro Señor Jesucristo. El problema, por el contrario, exige una solución. Un esclarecimiento. Es algo difícil de comprender, pero con la investigación y el estudio se puede descifrar, solucionar.

¿Por qué celebramos cada año la Semana Santa? La respuesta no puede ser más sencilla: los acontecimientos de la vida de Cristo no son simplemente unos hechos históricos de un tiempo pasado, sino presencia ininterrumpida y siempre actual de las acciones salvadoras de Cristo. La Iglesia, los cristianos, no pueden, en forma alguna, olvidar la celebración pascual del Señor. La memoria no es simple recuerdo, sino actualización y vida de cuanto Jesús hiciera en los días de su pasión, muerte y resurrección.

Para un cristiano, cada uno de los gestos de Jesucristo, de su vida, no sólo permanecen en el recuerdo, sino que son signos sacramentales, porque significa la acción redentora de Jesucristo que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación.

Tenemos que celebrar la Semana Santa y hacerlo con la alegría del reconocimiento al Señor que entrega su vida por la salvación de todos. La gratitud tiene que ser actitud permanente ante tan desbordada generosidad de Jesucristo.

En esta bien armonizada orquesta de la Semana Santa, van apareciendo diversos participantes que, con más o menos discreción, contemplan el bien hacer de una fiesta casi total, pero no siempre la viven con la hondura religiosa que es la razón incuestionable de cuanto se celebra en los días de la Semana Santa. El coro que puede desentonar es el de una incredulidad militante y proselitista empeñada en llevarnos a un terreno donde no queda sitio para Dios.

También, en esa participación coral de la Semana Santa, hay un grupo, en primera línea, que abre mucho la boca, pero que apenas se le oye, aunque desborde en apariencias. Son los afanes secularistas de querer separar coro y voz, oír sin rezar, estar cerca de Dios y perderse nada más que en los recovecos de la hermosa madera de la figura, sin trascender, por la fuerza de la imagen, a la contemplación del misterio de Cristo Redentor que se representa.

A nadie excluimos, todos sean bienvenidos a esta gran mesa de la Pascua de Cristo, pues en ella hay lugar para unos y para otros. A lo que no podemos ni queremos renunciar es a la razón de ser de nuestra fiesta, a la memoria religiosa de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Si despojamos a las celebraciones de la Semana Santa de los contenidos de los misterios religiosos, se produciría el más grande de los desatinos: la corrupción de lo esencial. Sin el misterio de la fe, las imágenes quedarían en bellas estatuas; las insignias, el incienso, la cera y las flores, en adornos de no que se sabe qué altar.

La Semana Santa no es simple representación de lo que aconteciera era hace años, sino lo que vivimos en la actualidad de nuestra fe cristiana. Por eso, el final no puede ser otro que el de la alegría de quien ha convertido su corazón y ha visto cómo se realizaba el silencio que expresaba en la plegaria, cuando, quizás hundido por el vacío y la tristeza que deja el pecado, suplicaba: ¡Devuélveme, Señor, la alegría de tu salvación!

El cielo ha escuchado tan santa petición, y se ha podido comprobar cómo se invitaba a celebrar con gozo la Pascua del Señor muerto y resucitado.

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