la tribuna

Javier De La Puerta González-Quevedo

Oriente Próximo: guerra o revolución

TRES fuerzas pugnan por el destino de Oriente Próximo: 1) la geopolítica, con la rivalidad por la hegemonía entre las potencias; 2) las tensiones sectarias y tribales que cruzan fronteras y fracturan países; y 3) la revolución democrática por derechos y libertades. La primera la protagonizan las potencias externas y regionales: EEUU, Rusia y China; Israel, Arabia Saudí, Turquía e Irán. Las segundas afectan principalmente a suníes y chiíes. La tercera la impulsan los ciudadanos, jóvenes educados y conectados de las clases medias urbanas que provocaron el cambio en Túnez y Egipto. ¿Quién prevalecerá: las potencias y sus intereses, las sectas/tribus y sus identidades ancestrales, o los ciudadanos sin atributos con sus razones universales?

Históricamente, los grandes procesos revolucionarios han cristalizado en rivalidad geopolítica, congelando la revolución y degenerando en guerra a gran escala. A medida que las fuerzas del cambio alcanzan el poder de nuevos Estados que desafían el statu quo, y los representantes de éste se movilizan para defenderlo e impedir el contagio, el estado de flujo revolucionario tiende a solidificarse, transmutándose en choque geopolítico entre potencias viejas y nuevas. Así fue tras la Revolución Francesa, que dio paso a 20 años de guerras napoleónicas. Ocurrió tras las revoluciones comunistas del siglo XX: la Unión Soviética de Stalin frente a la Alemania nazi; la China de Mao enfrentada a EEUU en Corea (1950-53) y en Vietnam (1964-1975); y la revolución castrista en Cuba, que propició la crisis de los misiles (1962).

Ahora, la Revolución Árabe ha dinamitado los cimientos del viejo orden de Oriente Próximo, desatando un nuevo Gran Juego de intereses y tensiones geopolíticas. Mientras los nuevos estados revolucionarios (Túnez, Egipto, Libia y Yemen) están aún por configurarse, el Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudí y las cinco monarquías petroleras) -la Santa Alianza contra-revolucionaria del establishment suní- tras aplastar la protesta, mayoritariamente chií, en Bahrein, intenta controlar los acontecimientos en Siria. Este país es el nuevo epicentro del terremoto revolucionario, por su posición central: conexiones políticas con Irán y Líbano, fronteras con los frágiles Iraq y Jordania, estado de guerra con Israel (por los Altos del Golán), y terreno de disputa de los dos modelos antagónicos del islamismo -la Turquía modernizante y el Irán teocrático- que apoyan a bandos opuestos en el país. Si añadimos la presencia de las principales comunidades (suní, alauí/chií, cristiana, drusa, kurda, etcétera), Siria es la clave de bóveda de la arquitectura geopolítica de la región. Como dice Thomas Friedman, Túnez, Egipto, Libia… implosionan, Siria explosiona.

Sin embargo, la grieta que origina la máxima tensión surge del Golfo Pérsico. La falla chií-suní zigzagea por el arco que va desde Bahrein y las minorías chiíes de Arabia oriental, pasando por Irán e Iraq (con un Gobierno chií en Bagdad) hasta la Siria alauí, para descender al Líbano de Hezbolá. El 65% de las reservas mundiales de crudo y el contencioso nuclear con Teherán hacen del Golfo el centro de los intereses estratégicos de EEUU, Europa y China, en Oriente Próximo. Todo lo que ocurre en la zona se valora con este doble baremo: ¿qué impacto tiene sobre la correlación de fuerzas en el Golfo, la presión sobre Teherán y la influencia regional iraní? ¿Cómo afectará a los precios del petróleo y a la economía global? La situación en Siria tiene esta lectura: es la guerra del Golfo por otros medios. En la guerra fría Riyad-Teherán, que se remonta a 1979, la obsesión saudí es étnico-religiosa. El establishment suní aspira a desgajar a Siria de Irán, quebrando así la media luna chií"que permite a los ayatolás persas influir en el mundo árabe. La paradoja del apoyo de los regímenes del Golfo a la revuelta popular siria tiene una razón: un Gobierno de mayoría suní en Damasco aislaría a Irán, que perdería su aliado árabe y el acceso a Hezbolá. Que Hamas (islamistas suníes palestinos) haya roto con Damasco, desmarcándose de Irán y Hezbolá, y quebrando el frente de resistencia, revela la divisoria sectaria en Oriente Medio. Y el Gobierno de Iraq -cada vez más chií, menos integrador de las minorías suní y kurda, y más inclinado hacia Teherán- no oculta su temor a una revolución suní victoriosa en Siria: animaría a sus correligionarios iraquíes, rompiendo el frágil equilibrio de un país al borde de la guerra civil.

¿Es inevitable una guerra civil abierta en Siria? ¿Debe intervenir la comunidad internacional? ¿Atacará Israel a Irán? El carácter sectario del apoyo a Assad -el 80% del mando militar es alauí- presagia una resistencia feroz. Pero el cerco diplomático y el dogal económico -se estima una pérdida del 20% del PIB sirio- pueden forzar la caída. El reto es acelerarla evitando la guerra civil abierta y territorial (como en Libia), y la Solución Sansón -último recurso de Damasco- que arrastraría a Arabia Saudí, Irán y Turquía, y desestabilizaría a Iraq y Líbano, quizá implicando a Israel. El remolino absorbería a EEUU, y quién sabe si a Rusia, en una guerra regional. En Oriente Próximo la pugna geopolítica se alimenta del sectarismo religioso/étnico y asfixia la política. La Historia muestra que la guerra es el último recurso para frenar la revolución y el cambio social. Esto vale para Siria, pero también para Israel (Netanyahu utiliza la tensión con Irán para ningunear a los palestinos y a su propio movimiento de protesta) y para Arabia Saudí e Irán. Pero no es probable que Israel ataque este año. Hay fuertes resistencias del aparato militar y dudas sobre la efectividad del golpe. Y EEUU impone su estrategia: presión económica multilateral sobre Irán y Siria. Si Assad cae -y caerá- los ayatolás negociarán en serio.

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