Oclocracia

El gobierno de la muchedumbre deriva en última instancia de la conversión del pueblo en masa

Como sugiere Roberto Calasso, la grandeza de la democracia se cifra en su propia debilidad, que radica en el hecho de que en momentos críticos la mayoría puede elegir, como ocurrió en el pasado y sigue ocurriendo, opciones que atentan contra su esencia misma. Esa posibilidad o "llaga abierta", como la llama el ensayista, no admite terapias traumáticas -o sea intervenciones contrarias a la voluntad popular, aunque esta sea notoria o declaradamente antidemocrática- que por lo general conllevan desastres mayores, de modo que cuando tiene lugar una deriva perversa la situación se vuelve tan peligrosa como irremediable.

Con gran perspicacia señala el italiano que los críticos que le reprochan a la democracia su carácter formal, dado que es precisamente ese carácter -el que esté sometida a unos procedimientos- lo que la distingue de los regímenes arbitrarios y despóticos, suelen ser sus enemigos, que desprecian la representatividad de las instituciones e invocan el poder directo, sin intermediarios. Así lo han hecho desde siempre los tiranos que se apoyaban en un reducido círculo de fieles, pero en muchos casos gozaron -por eso se permitieron convocar plebiscitos- de un respaldo considerable. Así lo proclaman ahora quienes aspiran a imponer al todo los dictados de una parte. En la teoría política, las fronteras son difusas, pero en la práctica las señales del mal aparecen meridianamente claras: el discurso del odio, la persecución de las minorías, el acoso a los disidentes o la invocación a supuestos derechos históricos o naturales, de acuerdo con una perspectiva irracional y absolutamente contaminada por la ideología.

Fruto de la manipulación y de la demagogia, ejercidas por unos pocos que son sus principales beneficiarios, la oclocracia o gobierno de la muchedumbre, como la llamaron los griegos, deriva en última instancia de la degeneración del pueblo en masa, que fue el gran logro de los sistemas totalitarios pero puede ocurrir también, como explicaban Pasolini o García Calvo, donde hay libertad aparente. Cuando la voluntad mayoritaria, amparada por el número y en ese sentido legítima, pero contraria a integrar a los opositores conforme al mínimo común que hace posible la convivencia, se convierte en norma y excluye la saludable diversidad de las sociedades, criminalizando a los enemigos de dentro o de fuera, el horizonte no puede ser otro que un autoritarismo más o menos encubierto. Un fantasma recorre Europa e importa menos ponerle el nombre, porque también sus muy diferentes partidarios se definen por una cuestión de procedimiento, que saber que donde se imponga no habrá lugar para los extraños.

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