Estas palabras, cuya traducción más fiel probablemente sea "deja de tocarme" o, incluso, "suéltame", se las dirige Jesús a María Magdalena (Juan 20, 17), cuando ella, todavía desconsolada ante el estupor del sepulcro vacío, al fin lo reconoce y se abraza amorosamente a sus pies. Inmediatamente, el Resucitado añade la causa de este necesario desprendimiento: "Aún no he subido al Padre". En verdad se trata de una petición sorprendente, misteriosa, asumible sólo a partir del carácter velado del triunfo del Cristo redivivo. No es fácil -no lo ha sido nunca- asomarse a la complejidad de este primer encuentro: aquí se cruzan y se entrelazan lo divino y lo humano, el viejo mundo sometido a la tiranía de la muerte y este otro nuevo, literalmente indescriptible, que abre las puertas de la Historia a una revolucionaria esperanza.

Señala el Catecismo (645) que el cuerpo de Jesús, auténtico y real, posee sin embargo y a la par, "las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado ni en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere, porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre". Es justamente esto lo que Jesucristo le dice a la Magdalena: no me retengas aquí, no entorpezcas mi camino, no me aferres a ti, déjame entrar en el Padre. María, al cabo, hace con el Maestro lo que cualquiera de nosotros haríamos con nuestros seres queridos: resistirnos a su partida, intentar conservarlos para siempre, amarrarlos a la humana lógica de las realidades entendibles.

Es, por otra parte, una tentación perpetua. Aceptamos sin dificultad la insuperable grandeza moral del Jesús histórico. Aun los no creyentes, admiten la excelencia de su ejemplo y de su doctrina. Pero la fe nos exige dar un paso más: no podemos detenernos, ni detenerle, en el asombro de una vida plenamente justa: Cristo, Dios y Hombre, ha de subir al Padre para enseñarnos el verdadero final, la meta. La alegría de este domingo consiste principalmente en eso: Jesús asciende a la altura de Dios y nos invita - ¡porque desde ahora es posible!- a seguirle. Adelantándosenos, eternamente y para quien la quiera ver, inunda de luz todas las hirientes negruras del laberinto. Un sinsentido, lo sé. Aunque no será la razón, sino la cándida insensatez de un alma otra vez aniñada, la que acaso me infunda la valentía de buscarle en Galilea.

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