En el año 1513, Nicolás Maquiavelo escribía El Príncipe, el mejor tratado práctico para todo aquel que aspire a hacer carrera en esto de la política. El escritor florentino exponía las principales virtudes y vicios que debe tener un gobernante para desarrollar su labor. Muchos años después, en 1989, Michael Dobbs daba a luz House of Cards, una novela parida tras su salida como jefe de gabinete de Margaret Thatcher. El libro es una espléndida síntesis de toda la marrullería, el juego sucio y las peores artimañas necesarias para llegar al poder. Es una magnífica demostración de cómo el fin puede llegar a justificar los medios. Su protagonistas, Francis Urquhart -y perdón por el spoiler- logra su objetivo de alcanzar el cargo de primer ministro británico con una estrategia magistralmente trazada en la que no hay treta, trampa o añagaza que no sea utilizada para traicionar a sus rivales y obligarlos a ceder en sus aspiraciones. Todo vale, incluso matar a quien molesta o entorpece. Cierto que la novela es ficción, pero algo de verdad debe tener cuando fue alumbrada por un hombre que había conocido los entresijos del poder tras años al lado de la implacable Dama de Hierro.

A Cristina Cifuentes no la han matado físicamente, pero esta semana ha sufrido una de las mayores humillaciones públicas que cualquier político haya sufrido en este país. La presidenta madrileña braceaba como podía para mantenerse a flote en la marejada de su máster fallido. Tanto lo hizo que se permitió arremeter contra las obras de la Ciudad de la Justicia que su íntima enemiga, Esperanza Aguirre, había realizado cuando reinaba en la comunidad de Madrid. Grave error. Apenas dos días después, un vídeo en un digital amarillento la mostraba entregada a la cleptomanía, devolviendo tarros de crema barata vestida con zapatos de cientos de euros. La tormenta se la llevó en menos de dos horas y acabó la carrera de quien un día se soñó a sí misma como adalid de la regeneración política de la gaviota. Más allá de que su comportamiento fuera lamentable, que lo fue, lo ocurrido esta semana ha puesto de manifiesto hasta dónde es capaz de llegar la cloaca política. Atribuir autorías a las filtraciones es siempre difícil, pero la experiencia te lleva a pensar que se cumple la máxima de "al suelo que vienen los nuestros".

El PP madrileño naufraga en un estercolero hediondo en el que cada día hay un escándalo nuevo. La deriva en picado en la capital de España demuestra cómo tantos años en el poder envilecen y adocenan. Lo vivieron los Austrias, luego los Borbones y ahora los populares. Da vergüenza, náusea y asco ver el modo en que se han cargado a Cristina Cifuentes. La presidenta que debió irse a las primeras de cambio ha sufrido en sus carnes la cara más execrable de la política. Por sus errores, por supuesto, pero también porque hay quien está empeñado en que cuanto peor, mejor. Y hay quien está empeñado en que en política acaben quedando nada más que rastreros, francotiradores y asesinos a sueldo. Y luego se sorprenderán de que a los ciudadanos les estomague la política.

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