Relatos de verano

Eduardo Jordá

Lugar de espinas grandes (II)

Sabes qué he soñado esta noche? -me preguntó Magda al despertarse en nuestra habitación del hotel.

Yo llevaba un buen rato despierto, mirando el ventilador que giraba en el techo y el azul resplandeciente del mar que se veía por el balcón abierto de par en par.

-Ni idea.

-Pues he soñado que vivíamos en una casa muy grande. Y desde nuestra habitación veíamos lo mismo que estamos viendo ahora: el mar azul, las palmeras, los árboles, las barcas del puerto. Todo esto. ¿Qué me dices?

No quise hablarle a Magda de las cucarachas que había visto en un rincón de la habitación. Ni de un lagarto verde con dos crestas que había visto recorriendo muy despacio la pared. A Magda le daban miedo los lagartos, todos, incluso las lagartijas más pequeñas. En el autobús, al ver una iguana en el arcén, se había puesto a temblar.

-Suena bonito -dije sonriendo.

Y Magda se inclinó sobre mí y me besó y me acarició el pelo y me dijo que era tan feliz que nunca sabría cómo agradecérmelo.

-Te quiero, te quiero -dijo-. Y ahora me voy a dar una ducha. Me siento como si hubiera participado en una orgía. Bueno, en realidad casi ha sido así, ¿no?

Magda sonrió con picardía. Le devolví la sonrisa y le pasé la mano por el hombro quemado que muchos años atrás había tardado tres semanas en curarse en un hospital. Magda me cogió la mano y se la pasó por la mejilla y volvió a mirar el mar a través del balcón.

-Nuestra casa será así, no lo olvides -me dijo, y se fue a la ducha.

Magda y yo llevábamos cuatro años viviendo juntos, y ya empezábamos a pasar por la fase en que ella quería té para el desayuno cuando yo prefería café, o ella se quejaba de que la comida estaba demasiado caliente cuando a mí me parecía demasiado fría. Pero en Puerto Escondido todo parecía volver a estar en orden entre nosotros. Y yo también me sentía feliz a su lado.

Me levanté de la cama y me asomé al balcón. Poco antes del amanecer había llovido y la calle estaba embarrada. Había una furgoneta estacionada frente a una tienda de ultramarinos, o abarrotes, como las llamaban en México, y un hombre con un sombrero de paja descargaba cajas de fruta. Reconocí al hombre con el que me había chocado la noche anterior mientras bailaba con Magda. El hombre se dio cuenta de mi presencia y levantó la vista.

-Buenos días -me saludó.

El hombre no debía de tener mucho que hacer, porque dejó las cajas y se acercó y estuvo hablando un rato conmigo desde la calle. Me contó que nuestro hotel se

llamaba La Coruba porque era el nombre de la primera explotación de café que se había fundado en la sierra de Oaxaca hacia 1920. En poco tiempo se habían creado más explotaciones cafeteras por toda la región, y como las comunicaciones terrestres eran muy malas, el gobierno tuvo que construir un muelle en Puerto Escondido para transportar el café por barco. Ése fue el origen del pueblo.

-Si no fuera por el café -concluyó el hombre-, ahorita esto sería mera jungla.

Levanté la vista. Desde el balcón se veía el faro y una buena parte de la bahía. Los primeros surfistas remaban mar adentro. Desde hacía poco tiempo, Puerto Escondido se había puesto de moda entre los surfers americanos porque era un sitio barato y tenía unas olas casi tan buenas como las de Hawai. Todo eso se lo había contado a Magda la chica italiana que le recomendó Puerto Escondido, aquella que le había dicho que era un sitio "muy cool". Yo no tenía ni idea de surf. En Mallorca había visto hacer windsurfing, pero nunca había visto el surf clásico que se hacía de pie sobre las grandes olas del Pacífico. Por eso me intrigaban tanto aquellos surfistas. Todo el mundo nos había advertido que tuviéramos cuidado con el Pacífico, porque las corrientes eran muy fuertes y cada dos por tres se ahogaba alguien. Y cuando nos bañábamos, ni Magda ni yo nos atrevíamos a alejarnos más de cinco o seis metros de la orilla. Pero los surfistas no parecían tener miedo. Se internaban uno o dos kilómetros en el mar, y luego se pasaban media mañana, o a veces el día entero, esperando la gran ola.

El hombre del sombrero adivinó mi curiosidad.

-Si le gusta el surf, chavo, vaya nomás a la playa Zicatela. Allá van los mejores surferos.

Oí que Magda salía de la ducha. Estaba tarareando el pasodoble que habíamos bailado la noche antes. Me despedí del hombre del sombrero y volví a entrar en la habitación. Me senté en la cama y miré a Magda mientras se ponía el bañador y luego se echaba crema de protección solar. Hacía siglos que no la veía tan guapa. En aquel momento me di cuenta de que nunca habíamos estado tan lejos de casa. Y yo tampoco me había sentido nunca tan cerca de Magda.

Magda se puso sobre el bañador un vestido azul que habíamos comprado en un mercadillo de Oaxaca. Luego empezó a cepillarse el pelo frente a un espejo que colgaba en la pared. Era justo allí, muy cerca del espejo, donde yo había visto pasar al lagarto de las dos crestas. Por fortuna, ahora no había ni rastro del animal.

-Venga, date una ducha y vámonos a desayunar -me dijo Magda-. Quiero ir a la playa.

En la pequeña terraza del hotel desayunamos zumos de fruta y tortitas de plátano y huevos rancheros, que picaban mucho pero que estaban muy buenos y te llenaban tanto que casi no hacía falta comer nada más hasta la hora de la cena.

Magda miraba el trocito de mar que se veía desde la terraza. Los surfers estaban cogiendo las primeras olas grandes al otro lado del faro. Le pasé la mano por el hombro quemado y le di un beso sobre la piel rugosa, que ahora ya no me hacía pensar en las escamas de la gran iguana atada a un palo que habíamos visto en un tenderete donde se vendían iguanas asadas.

Cuando salíamos, el dueño del hotel estaba leyendo la Biblia detrás del mostrador, como siempre.

-Oiga, joven -dijo-, ¿les interesaría una tabla de surf?

Le dije que no éramos surfistas. El dueño se extrañó.

-¿No? ¿A qué vinieron entonces, pues?

-Nos hablaron bien de este sitio -dije-. Y la verdad es que nos gusta. Nos quedaremos tres o cuatro semanas más.

-Pues ahorita tengo dos tablas de surf nuevas que un cliente se dejó en la habitación que ustedes ocupan. Era un gringo que sufrió un accidente en Zicatela. Si las quieren, pregunten nomás. Gratis se las dejo.

-¿Qué le pasó al surfer? -pregunté.

-Una ola lo derribó y se fracturó las costillas. O se rompió la espalda, no sé. Se lo llevaron a Oaxaca. Fue hace más de un mes, en junio. El gringo vino solo. No sé quién se lo llevaría al hospital. Para mí que ese chavo no va a regresar. Por eso les ofrecí las tablas.

-De momento no nos interesan. Pero cualquiera sabe -dije.

Salimos a la calle. Hacía calor, aunque la brisa refrescaba un poco el ambiente. Fuimos bajando despacio hacia la bahía. Estuvimos toda la mañana en la playa, durmiendo y nadando y luego mirando a los surfers que volvían a la orilla. En el otro extremo de la caleta había una pareja que dormía abrazada sobre una toalla. Magda la estuvo mirando un rato.

-Se bastan el uno al otro, como nosotros -me susurró al oído, y luego me dio un mordisco en la oreja.

Al caer la tarde, le pedí a Magda que fuésemos dando un paseo hasta la playa Zicatela, allí donde aquel surfer americano que había ocupado nuestra habitación se había roto la espalda.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios