Libertadores

Les falla el enemigo y tampoco a los cabecillas, buenos burgueses, se los imagina uno echados al monte

Los integrantes de la cuadrilla que dirige el llamado proceso de desconexión al otro lado del Ebro darían para un estupendo serial que no remitiría tanto a las tramas medievalizantes o pretendidamente shakespearianas con las que entretienen sus ocios los jóvenes transversales -muy devotos, pese a sus veleidades demóticas, de las conspiraciones palaciegas- como a las comedias donde los poderosos, que en el caso catalán son sorprendentemente apoyados por los pugnaces herederos de la tradición asamblearia, aparecen ridiculizados como enredadores o zascandiles. El antiguo alcalde no resulta demasiado creíble como líder, pero sería perfecto para encarnar el papel de emperador bufo en una farsa y no estaría mal acompañado, como en la realidad misma, por personajes como su desmedrado predecesor, el ya ansioso aspirante a relevarlo -nadie puede negar que el hombre desea de corazón lo que pide- o la doña de la mirada torva, que no sabemos por qué da siempre la impresión de estar tan enfadada. Todos ellos, para no hablar del exhonorable prohombre o de su mujer y progenie, darían juego en manos de guionistas desinhibidos, que tendrían poco que inventar para sacarles jugo.

En los discursos solemnes, que desde hace años pronuncian todos los días, se presentan como los heroicos portavoces de un movimiento de liberación, agitando el poco verosímil espantajo del españolismo depredador, pero dejando de lado el fútbol -no parece casual que el más señalado embajador de la causa sea ese individuo de oratoria susurrante y maneras melifluas, paradigma de la elegancia hasta que vimos cómo reaccionaba ante las derrotas- hay poca épica en sus acciones y escasa o ninguna disposición al martirio. Ondean las banderas al viento, rebosan de partidarios los estadios y avenidas, familias enteras entrelazan sus manos en conmovedoras cadenas humanas, pero les falla el enemigo -lo del pequeño país asfixiado por una potencia dominante no se lo creen ni ellos- y tampoco a los cabecillas, buenos burgueses, se los imagina uno echados al monte. Como ocurre en otros lugares donde los ricos se muestran poco dispuestos a compartir su dinero con los vagos y maleantes -que nos roben los nuestros, conceden los resignados socios de la izquierda-, la pretensión última, cánticos y expansiones aparte, no sería otra que la muy prosaica de sacar tajada, un objetivo legítimo pero incompatible con la retórica emancipadora. Al consejero cesado antes de la última purga sólo le faltó precisar que se dejaría arrancar la piel a tiras antes de perder un céntimo, aludiendo por fin a la cuestión -agradecemos la franqueza- que aquí se está ventilando.

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