Un aire distinto, una fragorosa fragancia de azahar y marisma se otea en el horizonte huelvano. Una espectral figuración, un halo inmenso de colores sutiles, de aromas indescriptibles. Un aura angelical ilumina intensamente el entorno. Resurge vaciándose ardorosamente en amaneceres radiantes, incendiándose en atardeceres carmesíes desde las laderas del Conquero y el cielo teñido de malvas juanramonianos. Un levante tenue con efluvios de Doñana y brisas remansadas del Tinto y del Odiel, llega, apenas perceptible, inexorable y tímido, rizando las dunas, acariciando los pinares, la algaida, las retamas, los jaguarzos y las abulagas, los huertos lejanos, los naranjos floridos, los vuelos alocados de golondrinas y vencejos. Tiempo pascual que se embriaga de olores intensos a incienso y cera requemada con penetrantes efectos lisérgicos en cofrades, adictos al costal e incondicionales penitentes de cualquier desfile procesional. Toda esta manifestación de emotiva liturgia urbana, de calles, avenidas y plazas convertidas en asombroso escenario, entre sobrecogedor y ferviente, esencialmente místico, sobre la pasión y muerte de Jesús de Nazareth, nos traslada en el tiempo a esos momentos, trágicamente estelares y dramáticos, del hecho histórico. Aquel instante en que sus propios paisanos quisieron despeñarle. Jesús lloró y uno de los ancianos que le vio llorar lo consoló y testificó en su favor en las escalinatas del Xystus en la noche del juicio. Horas antes la paz y la oscuridad del huerto se rompían por el estruendo de la chusma, el estrépito de la guardia del sanedrín y el resplandor de las antorchas en el prendimiento del Rabbí. En el tumulto, Elifeleth, el hijo de Elisama, emocionado por la mirada de Jesús, huyó despavorido. Era el mancebo, como cuenta Marcos, que "iba en pos de él, cubierto de un lienzo, y le asieron. Más él, soltando la vestidura, se les escapó desnudo". Se ha consumado la traición del Iscariote, se ha producido la humillante detención de la almazara de Gethsemaní, el Rabbí ha sido conducido entre afrentas, empellones e insultos ante Anás y Caifás. Se ocultan temblorosos los que le amaban y le seguían. Y hasta uno de los suyos le negará tres veces en el mismo zaguán de la casa del pontífice, mientras oía amargamente como cantaban los gallos de la madrugada, confirmándose la profecía del Maestro. Y Juan, el discípulo amado, huidizo, furtivo y temeroso, se guarece asustado, rozando distraído la mezuzá de los dinteles, para evitar el atropello de la horda enfebrecida que conducía a Jesús camino de la mazmorra. En el umbral en el que Pedro y Juan burlan las brusquedades del tropel de la chusma que sigue a los sayones, se inquieren con la mirada. Juan, en un sollozo, le dice: "¡Han abofeteado al Maestro!" y Pedro lloró inconsolablemente. En esta fugaz y fervorosa evocación recuerdo con nostálgica emoción aquellos fascinantes escenarios plásticos que Manolo Marín recreaba en sus impresionantes representaciones de la pasión y muerte de Cristo: Passio. Una belleza, un esplendor estético, conmovedor y deslumbrante, que jamás se ha vuelto a repetir en Huelva.

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