En estos días se cumplen veinte años del comienzo de la derrota de ETA. Es quizás lo más trascendente que ha pasado en España después de la transformación de la dictadura en una democracia homologable con las más consolidadas de Europa. Los terroristas empezaron su declive, que sería lento pero imparable, cuando los españoles vieron el cautiverio cruel e inhumano, como no se le hubiera ocurrido al más loco de los verdugos nazis, al que sometieron al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, víctima de una tortura despiadada de la que sólo lo libró su fortaleza como persona y la eficacia de la Guardia Civil. Pero, sobre todo, los etarras empezaron a mostrarse con su verdadera cara cuando asesinaron, con un sadismo difícilmente imaginable, al concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, un muchacho veinteañero que pagó con su vida el haberse comprometido en la defensa de los intereses de su pueblo.

Entre el 1 de julio, liberación de Ortega Lara, y el 12, asesinato de Blanco, los españoles decidieron colectivamente poner pies en pared y decirle a los terroristas basta ya. Lo hicieron saliendo por millones a la calle para exigirle a ETA que no matara al concejal del PP y estallando con una explosión de ira ciudadana cuando perpetraron el crimen. Entonces demostraron que eran una sociedad madura y motivada. En esos días se empezó a escribir el final de una banda terrorista que había ensangrentado la democracia española.

Hasta entonces, aunque hoy a los más jóvenes les cueste trabajo imaginarlo, los crímenes de ETA formaban parte de la cotidianidad: eran un dato más de la realidad con la que el país se había acostumbrado a convivir. Un día sí y casi otro también caían un guardia civil, un policía, un militar, un político, un empresario... Más de ochocientos muertos, la inmensa mayoría de ellos asesinados cuando ya Franco formaba parte de la historia. Y lo hacían en medio de la indiferencia de una buena parte de la sociedad española y de la abierta complicidad -sería equívoco decirlo de otra forma- de un sector minoritario pero no mínimo de la vasca. Es la realidad que ha dibujado magistralmente Fernando Aramburu en Patria.

Por eso fue tan importante la movilización de julio de 1997. Porque esos días el terrorismo adquirió para millones de españoles y para miles y miles de vascos la verdadera dimensión de horror que, a la postre, lo vencería. Y lo que cabe preguntarse hoy, veinte años después, es si ante una situación similar la sociedad española actual, en tiempos de redes sociales y posverdad, reaccionaría con el mismo coraje cívico. Hay motivos, muchos, para dudarlo.

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