POCO después de que el caso de la niña Mari Luz Cortés, por la cadena inaceptable de errores, absurdas burocracias e incompetencias que lo hicieron trágicamente posible, pusiera de manifiesto la verdadera realidad de la Justicia española, surge un nuevo escándalo: un terrorista del GRAPO, reconocido indubitadamente como asesino de un policía en Madrid, ha tenido que ser absuelto por el Tribunal Supremo a la vista del cúmulo de negligencias policiales y judiciales cometidas en el proceso. La desidia en la localización de un testigo y, en consecuencia, su falta de declaración en juicio, imposibilitaron la condena de un desalmado al que supongo encantado de la estupidez del sistema.

Ambas son, sin duda, expresiones extremas y visibles de un fenómeno -el de la degradación de la Justicia- que produce diariamente miles de perjudicados anónimos, atrapados todos en el cepo de un anquilosamiento y de un colapso que nadie parece dispuesto a remediar.

No crean, por otra parte, que la solución será fácil. Son múltiples los factores que han colaborado en lo que muchos denominan ahora "el caos judicial" de nuestro país. El primero, y quizás el más importante, la insuficiencia de las leyes. Está abierto hoy, por ejemplo, el debate sobre la calidad de nuestras normas penales, ampliamente garantistas para con los delincuentes y, al tiempo, olvidadizas de la protección de las víctimas. Hemos de ser capaces de encontrar, dejando al margen estériles prejuicios ideológicos y recetas contrastadamente inútiles, el remedio equitativo que cada conducta merezca, ese punto de equilibrio que haga del delito un mal negocio, procure una oportunidad razonable de reinserción a quien lo cometió y, por supuesto, asegure también a la ciudadanía la exigible tranquilidad social. Algo parecido cabría decir de los preceptos procesales civiles, incapaces de estructurar un procedimiento ágil y, por ende, materialmente justo y reparador. Junto a ello, no debe olvidarse tampoco que seguimos manteniendo una Administración de Justicia infradotada, no siempre bien preparada, carente de medios básicos, refractaria a la técnica, sometida a un constante sobreesfuerzo y huérfana del imprescindible reconocimiento social. Ni, al cabo, que, por su politización creciente y consentida, estamos convirtiendo al poder judicial en el pariente pobre, decepcionantemente previsible y sumiso de una democracia que, sin su libertad, eficacia e independencia, empieza a no merecerse ese nombre.

Demasiadas sombras y demasiados obstáculos como para seguir cerrando los ojos. Hágase lo que se deba, pero hágase pronto. Porque la situación, para nosotros, para los que pagamos, es ya tan patética y peligrosa como intolerable.

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