Visiones desde el Sur

Inmigración

No sé a qué lugar se ha marchado la creencia en la solidaridad que emana de las Leyes Fundamentales

Vine a este país buscando la felicidad. Para hacerlo trabajé duro durante años, vendí lo que tenía e hipotequé mi futuro. La muerte me ha tocado con su manto en una noche cimarrona donde las aguas asaltaban a una vieja patera cargada de ojos blancos. De las treinta personas que cruzábamos el Estrecho sólo siete llegamos vivos aquí. No sé nada de mis compañeros de viaje; ni quiénes eran ni cómo se llamaban.

Llevo tres meses deambulando por la ciudad buscando un trabajo que no obtengo. Soy licenciado universitario en mi país pero eso de nada me vale. La vida se ha convertido en un misterio insondable y he perdido la fe en los hombres. No me queda ni dignidad. Me alimento de los contenedores; rebusco entre los desechos ajeno a la gente que me observa. Ya no miro a la cara. Voy por la calle ensimismado, viviendo sin vivir en mí como la monja española de hace siglos. Duermo en un parque, ahora ya, con periódicos que me introduzco entre la ropa para aguantar las heladas. Me han robado lo poco que traía, ya no me aseo y mi aspecto es desagradable. Me siento un animal abandonado.

No puedo volver a casa, no de esta forma. Recuerdo haber leído a un escritor que decía "camino y camino y no ando nada". En mi caso creo que es peor, cuanto más camino más me hundo en la ciénaga que poco a poco me ahogará. Mis ojos resbalan por el cuerpo de las personas con que me cruzo sin posibilidad de encuentro alguno. El llanto no me sale y se me escurre por dentro hasta casi asfixiarme. Se me ha endurecido el alma y el odio empieza a crecer en mí como la metástasis de un tumor.

Sé que la vida es una constante lucha contra los desvaríos y las injusticias de algunos gobernantes que nos tratan como objetos o contra las inclemencias del maldito azar que me hizo nacer en el lugar del que provengo y donde la nada es lo que abunda.

La vida se me antoja un despropósito sin sentido alguno. Una ruleta dadora de muertes garantizadas, para que unas pocas invisibles personas, que son las que mueven el cotarro, vivan instaladas en un paraíso terrenal mientras los más vivimos ahogados en (nuestro propio sudor, nuestra sangre y nuestro dolor incomprendido) una muerte en vida que es mucho peor, bastante peor, que la muerte real.

No sé a qué lugar se ha marchado la creencia en la solidaridad que emana de las Leyes Fundamentales de la ONU y recogida en las constituciones todas. Por eso vine aquí, a Europa.

¡Soy un ser humano, cojones, no un objeto!

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