Relatos de Verano

Iberia Lilliput

Hay varias maneras de viajar por un territorio. Ésta es la historia de Iberia, una península de mesa camilla que una pareja juega a recorrer, fundar y destruir. Como Gulliveres o dioses, imaginan su país -y también, de reojo, el país vecino- y el destino de los españolitos liliputienses. La gloria y la pena de los homúnculos ibéricos son un reflejo de la gloria y la pena de quienes los manejan desde arriba. ¿O es al contrario? Quizá un amor y un odio de andar por casa sea lo construye y arrasa los países. Esta es la fábula doméstica de Iberia Lilliput.

Iberia Lilliput

Iberia Lilliput

Había que frotar con fuerza Madrid; por aquel entonces, el centro de la península ya tenía cerco de ponerle encima la maceta sin platillo. Tenían España por mantel. Era uno de esos hules de antaño -constitucional y autonómico por cierto- , con España y Portugal dibujados a escala de los codos, y amagos de mar, ríos de un azul premonitoriamente marino, y la línea siempre discontinua entre las provincias. Cartografía de mesa camilla, donde se asomaban.

Como a Zeus y Hera en aquella vieja peli de Jasón y los argonautas, les gustaba inclinarse, desde la esquina de las tardes, y discutir sobre el destino de aquellos homúnculos mortales, los españolitos, que imaginaban como liliputienses. Varios indios de a peseta y cochecitos de juguete -también rescatados, junto al tapete y otras antiguallas, de la casa de la abuela- hacían de sí mismos por el mapa-mantel.

Ella reivindicó a boli su pequeña aldea, al sur de todo mapa. Él le dibujó atunes en el Estrecho y un barco que partía rumbo a las Américas, y prendió el faro de Cabo Sardão, en aquel Portugal desvaído, dejado de la mano del cartógrafo de hules. Como quien planea un atraco, proyectaron fascinantes viajes carpetovetónicos: solitaria playa de los Muertos, bares de Ciudad Rodrigo, Peña Trevinca, paseos por Cuenca, ostras y caramuxos en Vigo.

Si él la tomaba por Granada; a ella se le sublevaba Jaca y entonces fundían de un abrazo Castilla y Aragón. En su imperio de mesa camilla no se ponía la luna

Sentados a la mesa, compartiendo el pan y el vino, ella lo seducía susurrando muy despacio topónimos exuberantes: Albocácer, Castropol, Piedrabuena, Seu d'Urgell, Talavera, Burjulú, La Vecilla, Iznalloz, Inca, Laujar de Andarax. Abejuela, La Yegua Baja, La Breña alta, Cabezas del Pasto. Aguafría y Niebla. Alegranza. Él jugaba al escondite entre el humo del tabaco y los monumentos que colgaban, a modo de faldilla, fuera del ruedo ibérico. "¿Dónde estoy?", le preguntaba, poniendo el dedo sobre alguno. "¿Dónde?, ¿en la Giralda de León?, ¿en la basílica de Los Leones?, ¿en La Mezquita de El Escorial?". Entonces él, por Barcelona, con el dedo de Colón le levantaba a ella la falda por lo bajo de la mesa y de Las Ramblas. Y así era cómo tantas noches, por el Sur y por Levante -ella se sentaba más allá de Ceuta, él siempre por Mallorca- saltaban fronteras, torpes tiraban vasos, blandían las cucharas, se conquistaban. Si él la tomaba por Granada; a ella se le sublevaba Jaca y entonces unían en un largo abrazo sus coronas de Castilla y Aragón. ¡Qué tiempos memorables, qué armisticios! En su imperio de mesa camilla no se ponía la luna.

Jamás hubo acuerdo acerca de dónde colocar la ensaladilla rusa. La miopía -desde el sofá ella apenas avistaba La Coruña- le obligaba a emplazar el salero sobre el rojo de La Rioja y el agua en Grazalema. Él jugaba a despistarla: el salmorejo en Pontevedra, el queso de tetilla por Cataluña y la tortilla francesa en Zaragoza. "Amor, ¿me pasas la mahonesa?". Todo estaba en el lugar acordado, cada templo consagrado a un alimento; cada bosque, cada ciudad, cada desierto custodiaba su maná.

Pasaron no obstante algunas desgracias que conmovieron al país. Treviño entero ardió con un cigarro, el condado se vistió de luto con el parche que remallaron por debajo. El tsunami llegó a Cádiz cuando se volcó aquella botella. De partir el salchichón sin tabla, le hicieron un tajo al Ebro. Dejaron de cambiar los pañales a la niña sobre la mesa después de provocar algunos vertidos incontrolados. "¡Nunca máis!", gritaron los gallegos. La mano humana, ya se sabe, causa estragos. Hubo lluvias torrenciales, pedriscos de pan, dos soles de corral con patatas, dietas estrictas, pertinaces sequías.

Un manotazo duro sobre la mesa, una alambrada de silencio en Ceuta, un decreto de expulsión, una taza que estalla sobre Guernica. La Semana Trágica duró cien días. Muchos indios de a peseta cayeron en el frente. "Eres una pesada", "no me siento libre", "esto está a mi nombre", "te crees el rey", "¿dónde la conociste?", "deja de gritarme", "la niña está llorando", "¿y a mí quién me cuida?". Manteles estremecidos.

Ambos trataron de escapar de aquel círculo vicioso, por túneles de trenes negros, entre migajas, briznas de tabaco, negras tormentas de café. Trincheras en la artesa, exilios, noches en vela. Bajo la mesa, refugios antiaéreos. España llora asolada, desolada.

Nada queda del mor que se abrigó al brasero de aquella mesa. Sólo un cartel de "se vende" en la ventana, unos cuantos muebles, un país en la mantelería. Ayer, ella volvió a acabar de recoger algunas cosas. El hule estaba rígido del tiempo, y polvoriento y pegajoso a la vez. Lo dobló como pudo, lo metió en una bolsa.

Hoy, hay un viejo mantel sobre una mesa nueva. Frota con fuerza Madrid. Lo acaba de decidir: a partir de ahora, el proceso será inverso. Nada de planes de futuro sobre una España de bolsillo. Reducida a liliputiense, comenzará un largo viaje. Cuando vuelva a sentarse ante la mesa, tendrá Iberia entera para recordar.

Por el camino que va a la cala, ella pasa diminuta en bicicleta, con el cubo y la caña de pescar. Nadie la observa. Por El Jerte, "¡mira mami!", su niña se pone las cerezas de pendientes. Cruza el inmenso desierto de Tabernas el pequeño autobús que la dejará junto a un amigo. "Te dije que vendría". "Bienvenida". Es agosto de 2017. Aquí comienza su historia de España.

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