Frankenstein

En Frankenstein se plantea, con dos siglos de antelación, el problema de la robótica y sus límites

Frankensteincumple dos siglos. Los lectores del momento -y acaso la propia autora- quisieron adivinar en la novela un funesto presagio de la Ciencia. De hecho, el doctor Frankenstein aún representa el arquetipo del científico maldito, devorado por el genio de la desmesura. En ese aspecto, Frankenstein sería (su título completo es Frankenstein o el moderno Prometeo) una fábula moral, a cuyo fondo se adivinan, reconviniendo la impiedad del sabio, la figura de Dios y el peso del pecado. No obstante, hay otra lectura ulterior, otra enseñanza ajena a la Teología, que es la que hoy nos atañe y nos afecta.

Según Huysmanns, aquello que nos aterra en los autómatas no es su tosco parecido con el hombre, sino cuanto hay de automático, de involuntario y reflejo, en el ser humano. Si el XVIII de Vaucanson y Hoffmann postuló la posibilidad de cierta emulación mecánica de la vida (los patos metálicos de Vaucanson eran capaces de comer y excretar lo comido), en la novela de Shelley es la creación ex nihilo de una vida lo que se nos ofrece. El monstruo de Frankenstein no es, pues, una vida simulada, sino una criatura huérfana y escarnecida, cuya soledad, cuyo aturdimiento, cuya estremecedora inocencia, plantean de nuevo, y bajo un aspecto insólito, el problema del Génesis. El problema de la criatura del doctor Frankenstein no es, por tanto, su parecido con lo humano; su problema, de incómoda gravedad, es que la monstruosa criatura de Víctor Frankenstein es más humana que sus persecutores. ¿Qué pecado cabe atribuirle a este deforme Hijo del Hombre? ¿Y por qué la persigue su creador, cuando su única ambición es obtener el amor y la ayuda de quienes lo idearon? Incluso la venganza del monstruo es la venganza desesperada de quien implora un cariño a viva fuerza. Con lo cual, si hay alguien ajeno a la especie humana en la novela de Shelley no es, desde luego, aquel fruto atribulado -y exitoso- de los laboratorios.

En Frankenstein se plantea, pues, con dos siglos de antelación, el problema de la robótica y sus límites. ¿Sabremos distinguir, como en Blade Runner, a un humano de su replicante? Y aun con esa ventaja, ¿cómo podremos negarle la condición de humano a un ser que piensa como nosotros, que vive como nosotros, que acaso tiembla y ama como nosostros mismos? El gran dilema de Frankenstein, hoy próximo a cumplirse, no es otro que saber cuándo el simple algoritmo ha dado paso, como en una noche oracular y arcana, al misterio.

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