Cuando los jueces españoles condenan, por las letras de sus canciones, a los raperos Valtonyc o Hasel (regalándoles, por cierto, una popularidad con la que ni soñaban) y cuando en el Congreso se decide no derogar del Código Penal los artículos que castigan el injuriar o calumniar a la Familia Real o a sus símbolos, llega la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenando a nuestro país a indemnizar a dos jóvenes catalanes que quemaron una foto de los Reyes hace 11 años y fueron penados por los jueces españoles. Estrasburgo entiende que aquel acto respondió a la libertad de expresión, reconocida como un derecho desde 1948 por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y ratificada dos años después por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Parece que en España, para mal o para bien, llevamos el paso cambiado.

Inevitable no ir contracorriente después de más de 40 años hablando en voz baja, por si oían los numerosos fieles del dictador e hicieran pagar por ello. Se ha callado demasiado en la escuela y en la calle. Han sido demasiados los años de mordaza y muy potente la herencia recibida de silencio y oscurantismo para que los jueces (y seguramente la mayoría de los españoles) puedan ver como un ejercicio de libertad el que se queme una bandera, se pite al Rey en un partido o se exprese el deseo de quemar el bus del PP en un rap.

El resultado del legado recibido es que en España no se entiende bien la esencia de la libertad de expresión y se la defiende solamente cuando se trata de la "mía". Si se está de acuerdo con lo que dice otro, tiene derecho pero si se está en desacuerdo, ya no hay libertad de expresión que valga. En general, molesta escuchar opiniones contrarias y lo deseable sería condenar "a la carta": a Rufián, por bocazas, a los que exhiben en ARCO molestas obras de arte, al que me gritó hace unos días "mujer tenías que ser" y hasta al niño de mi vecina que se expresa llorando en plena madrugada.

Orwell decía que "la libertad de expresión consiste en decir lo que la gente no quiere oír". O se acepta para los independentistas catalanes, para los que piden la derogación del 155, para los raperos y sus agresivas letras y para los tuiteros destilando odios, o no se le admite a nadie. Porque la auténtica libertad de expresión no hace diferencias. Teniendo en cuenta que si se niega como derecho no habrá información ni, por tanto, progreso, que no se renovarán las ideas ni, por tanto, los avances sociales… elijamos.

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