Lo sucedido el pasado día 10 confirmó la farsa en que ha degenerado todo el movimiento secesionista por la desconexión perpetrada por los kamikazes filibusteros de la política soberanista catalana. Fue la demostración de un espectacular ridículo propio de unos impresentables golpistas y el fracaso del octubre revolucionario nacionalista. Las numerosas mentiras, supercherías, victimismos e imprecisiones del discurso de Puigdemont son la expresión del embeleco histórico que pretende imponer el Gobierno catalán. Y con ellos quienes alientan los extremismos sectarios capaces de alinearse con los etarras o los separatistas con tal de derribar al Gobierno, enfrentados con sus propios principios, contrarios a cualquier independentismo y dispuestos a dinamitar una Constitución y un sistema democrático que sustentan la época más pacífica, estable y próspera de España.

No han faltado en estos debates los espantajos de costumbre. El de Franco, enarbolado por TV3 -la voz de su amo-, el "circo del odio a España", según los periodistas Ignacio Martín Blanco y Joan López Alegre que han dejado el canal de la Generalidad tan proclive a trasnochados e irrelevantes tópicos. Y el reiterativo y obsesivo espantajo del diálogo, del que oímos incontables definiciones en el último debate del Congreso de los Diputados, inviable cuando el interlocutor aduce argumentos inflexibles. Aquí seguimos Mirando hacia atrás con ira, si recordamos el título de la obra teatral de John Osborne, llevada al cine por Tony Richardson en 1958. Nos cuesta Dios y ayuda librarnos del maleficio del pasado, redimir el peso de una memoria histórica que acentúa el revanchismo sesgado sobre el rigor de su interpretación. Incluso los socialistas actuales, de acuerdo con el Gobierno para actuar contra el nacionalismo catalán, adoptan esa actitud con respecto a su propio pasado, cuestionando posiciones de sus compañeros históricos a quienes calificó el portavoz de la ejecutiva federal, Óscar Puente, de "reliquias". Olvida que ellos ganaban las elecciones y los votos que los de ahora pierden.

Pero volvamos a lo que nos ocupa y preocupa: por encima de toda proporcionalidad y de las intolerables, pretenciosas, supremacías étnicas y egocentrismos, es la hora de las determinaciones decisivas. Cualquier vacilación se interpretaría como debilidad que pone en peligro la integridad de España. La pretendida reforma de la Constitución puede ser una trampa saducea para hacer legal lo que hoy no lo es. Se impone una interpretación firme de nuestra Carta Magna, vigente para todos por un principio de igualdad y regeneración del orden democrático en Cataluña. Vale actualizar la ley suprema de nuestra democracia pero sin olvidar la justicia. Sin impunidad ni excepciones. Recordemos la vieja sentencia: "Fiat iustitia et pereat mundus".

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