Por la España vacía

Javier González-Cotta es periodista y escritor. Sevilla, 1970. Ha publicado el libro 'Estambul. Paseos, miradas, resuellos' (Almuzara, 2013), 'Errabundia Express' (Point de Lunettes 2010). Su último libro publicado es 'Viaje por Galípoli. La batalla sobre el tiempo' (Pre-Textos, 2016). Ha sido editor y fundador de la revista 'Mercurio', ha colaborado en 'El Mundo' y ahora escribe crítica literaria y opinión para los periódicos del Grupo Joly.

Hoy como ayer siguen existiendo las dos Españas. Pero nada tiene que ver esta dualidad con la vieja, viejísima canción escolar acerca de la España húmeda y la España seca. Ni tampoco con la doble España del tinte cainita, tan goyesca: el maldito país del rojo o el del azul, el de la diestra o el de la siniestra. Son otras dos las Españas que nos suelen pasar inadvertidas cuando atravesamos carreteras y vías férreas en busca de nuestro verano.

Más conocida nos puede resultar la España llena, crecida en aluvión, y que a vista de ventanilla de avión se concentra en los grandes panales urbanos. Algunos de ellos han recrecido a veces en lugares sorprendentes. Así, no más lejos, tras el alucinógeno desierto de los Monegros se alza de pronto a lo lejos, sobre la hebra caudalosa del Ebro, la titilante ciudad de Zaragoza. Por las cosas de la vida, cada vez que uno circula por la árida jarapa de los Monegros se acuerda de la inquietante historia de la joven mexicana María de la Luz Cervantes, recogida en los Doce cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez (la avería del coche en los Monegros, su traslado por error a un sanatorio mental).

La ruta de oro de la despoblación española se concentra en ciertas provincias que ahora atravesamos como si cruzáramos el largo destierro de nosotros mismos

El contraste severo entre los Monegros y Zaragoza nos pone en la pista del viaje que pretendemos. Porque hay otra España más, la gran ignorada, que es la enorme España vacía. Sobre ella el viento de la nada esparce polvaredas, agita los secos asfódelos al pie de los caminos y trochas, y hasta hace viajar por el aire quedo a las pelusillas aquellas a las que llamábamos demonios en la infancia.

Viajamos hoy por esta España deshabitada, la que nos atrae más por el enigma de sus enormes calveros sin nadie. El pasado año tuvo su éxito entre la tribu lectora un libro que nos hacía redescubrir un país dentro de

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Por la España vacía

un país. Se titulaba La España vacía y lo escribió Sergio del Molino. A su estela siguieron luego otros libros similares. De ahí Los últimos de Paco Cerdà, un periplo provincial que se convierte en un viaje por un no-lugar en un no-tiempo.

Hay mucho donde elegir de entre los 268.083 kilómetros cuadrados que ocupa este vasto país silencioso. La ruta de oro de la despoblación española se concentra en provincias que ahora atravesamos como si cruzáramos el largo destierro de nosotros mismos. Entre lejanos ecos de la Alcarria, de la provincia de Guadalajara a la soledad fronteriza de Teruel, uno descubre esta inmensa oquedad española. Nos pueden acusar de esnobs si mostramos cierta felicidad ante el paisaje dado. Pero es aquí, en la España huera, donde recuperamos el tono de los viajes en solitario que una vez fueron auténticos. Tal vez nos ponemos tontos o cursis, pero evocamos a Pessoa y aquello de que los viajes son los viajeros y que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos.

Topónimos como el de Molina de Aragón, en el alto Tajo, nos hacen deletrear los nombres de este enorme censo de población fantasma. Muy cerca, como apéndice montuoso, se hallan los Montes Universales, que se erigen de forma catecumenal con este nombre tan sonoro, y se alargan luego hasta hermanarse con la hoz del Guadaliviar, en plena sierra ocre de Albarracín, al suroeste ya de Teruel. Las vistas, el silencio promisorio alientan en uno la epifanía de la contemplación.

En lo alto de un farallón, uno admira el caserío de cuento de Albarracín. De entre su prieto entorno se erige su ahora recuperada catedral del Salvador, junto a la antigua alcazaba moruna, mientras el murallón cristiano reivindica la fe en Cristo Rey sobre aquel increíble cuadro serrano. De Albarracín seguimos camino por la ruta de aquellos lares, dejando atrás mojones y señales que nos indican que no hemos errado en el transido deambular: Ródenas, Orihuela del Tremedal, Pozondón…

Pero, según decíamos, hay muchísimos y seductores enclaves de los que disfrutar en la España inhabitada. Hace tiempo que Ramón Carnicer escribió su canónico libro de viajes Donde las Hurdes se llaman Cabrera. Nos situamos ahora al sudeste de la provincia de León, al borde de las otras provincias de Orense y Zamora. Ha pasado ya mucho tiempo desde que en 1962 Ramón Carnicer trasegara por esta comarca, lastrada antaño por la miseria, el bocio, el cretinismo de sus olvidados moradores.

El libro es hoy una reliquia de valor etnográfico, simbiosis perfecta entre paisaje y paisanaje, puesto que página a página conocemos al cura viejo don Manuel, a Benigno el tamborilero, a Justina, a Eutiquio, a Ceferino, a los maestros de Quintanilla. Hoy, repuestos ya de aquel tiempo miserable, podemos imitar el recorrido a pie que llevó a Carnicer de Puente de Domingo Flórez hacia Pombriego, Odollo, Saceda, La Baña. Podemos sacar nuestro cuaderno de viaje, sin temor de sentirnos anticuados o ridículos, y describir lo que ahora vemos de parada en parada. Casas de piedra ruda en Forna, los pliegues del horizonte perdido en la sierra de Cabrera, el agreste verdor sobre roquedales y el lago de Truchillas, los pegotes enhiestos y dorados del paraje de Las Médulas, restos de canales de la era romana por Llamas de Cabrera. ¿Es que no lo vemos y disfrutamos? Ahí arriba, por el cielo azulado cruzan madejas de nubes y agitan sus alas aguiluchos y chotacabras.

Allí donde se está bien está la patria, decía Cicerón. La patria bien podría ser la España, nuestra España vacía.

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