Érase una vez

¿Usted, amable lector, entiende algo? Yo, no. O sí, y no quiero pensarlo

érase una vez un grupo mafioso que quería asaltar un banco. Se organizaron sin disimulo y a plena luz del día. Naturalmente la policía los detectó. Allá que fueron los investigadores y se lo comunicaron al jefe de policía de aquella ciudad. Éste, presuroso, fue al juzgado de guardia a denunciar el delito en marcha. El juez dijo que aquello era ilegal de comienzo a fin. Pero nadie mandaba detener a los ladrones. Así fue cómo estos entraron en el banco, se pusieron cómodos, charlaron, bebieron y anunciaron por altavoces que comenzaba el atraco. Iba a ser un robo retransmitido en directo. Toda una novedad. Fuera la policía estaba en estado contemplativo, como monjes trapenses, por orden expresa de sus superiores.

Pasaron días de expectación en el barrio. Una parte de los vecinos, los más vociferantes, se manifestaron a favor del atraco. Dijeron que ya estaba bien de que el dinero estuviera guardado en el banco y que había que repartirlo entre ellos, los más folloneros. Había una mayoría de vecinos que asistían silenciosos, día tras día, a este espectáculo de conculcación del Código Penal, desde el artículo primero hasta el último, incluidas las disposiciones finales. Estos vecinos siempre eran vejados, insultados y amenazados por los matones del barrio, los cuales, huelga decirlo, estaban a partir un piñón con los asaltadores. Pero, claro, esta mayoría tenía en el banco depositado los ahorros de toda una vida, de mucho trabajo y no poco sudor. Así pues se conjuraron y decidieron salir a la calle a pedir que cesara el atraco y que encarcelaran a los mafiosos. No querían que se llevaran sus dineros. Y aquello fue la admiración de propios y extraños. Inundaron las calles hasta que le reventaron las costuras a las aceras.

Los asaltantes, mientras, a lo suyo. Estaban tan seguros de quedarse con el botín que anunciaron por prensa, radio y televisión la hora en la que iba a terminar el atraco. Llegó ese día y esa hora. Y lo dijeron y lo firmaron. Y todos vieron por la televisión el documento en el que decían cómo y cuánto se iban a llevar. Tuvieron la cara de decir que el dinero ya lo habían robado, pero que, de momento no se lo llevaban a casa, lo guardaban en el mismo banco. Todo el barrio, atónito, empezó a dudar y a no saber si ir al banco y coger por los pelos a los mafiosos o tirarse por una ventana desesperados de no comprender de qué iba aquel sainete. El jefe de la policía les preguntó por escrito a los delincuentes que si era verdad que habían robado. Continuará. ¿Usted, amable lector, entiende algo? Yo, no. O sí, y no quiero pensarlo.

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