La tribuna

León Lasa / Escritor

Elogio de Vulgaria

SI la Historia comenzara hoy, y se le encargara a alguna agencia de creativos bautizar a este solar que delimita con varios mares y los Pirineos, si eso ocurriera, es probable que, jugando con sonidos y realidades, propusieran el vocablo Vulgaria. Y es posible que, en nuestros folletos y elementos de identidad corporativa, la v sustituyera a la tantas veces ensalzada ñ. Defenderían que, tras épocas oscuras y aristocratizantes, por fin lo que antiguamente era conocido de forma un tanto despectiva como "vulgo" habría alcanzado plenamente conciencia de sí, sin complejo alguno. Añadirían que el sonido y la grafía podrían evocar, más que a un tufo de tosquedad, a una conocida marca de joyería de élite. Por qué no.

He leído en los últimos días brillantes artículos denostando, en la mayoría de ellos, que en el Festival de Eurovisión un personaje como Chikilicuatre -o como quiera que se escriba el nombre- represente a España. Subyace en casi todos un rechazo a lo que tienden a denominar como producto basura o vulgaridad audiovisual que viene a reflejar, dicen, el lamentable estado en el que se encuentra la cultura en este país. A primera vista uno no podría sino estar de acuerdo con ese tipo de análisis. Pero, ¿por qué habría que excluirlo como representante nuestro? En torno a este asunto me gustaría hacer algún tipo de observaciones.

Vaya por delante que si vulgo, según el Diccionario de la RAE, hace referencia al "común de la gente popular"; y si vulgaridad es la "cualidad de vulgar, que pertenece al vulgo", no estaría de más, dado los tiempos que corren, reclamar un cierto respeto para la vulgaridad, como escribía recientemente Javier Gomá, aunque dentro de cien años -largo me lo fiáis- acabemos todos frikis. Es lógico que defendamos, siguiendo el espíritu de la Ilustración, una humanización de las masas mediante el conocimiento y el deleite de ciertos textos literarios, de esos libros canónicos que han conformado la urdimbre de cada nación europea. También lo es que, hasta hace no mucho, ése había sido un ideal que se creía a punto de conseguir. Desde la Revolución Francesa hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial parecía que efectivamente el aumento de la escolarización, de la producción industrial y de las clases medias harían posible ese sueño; que el humanismo, que la educación literaria, facilitarían una urbanidad cortés desconocida.

No obstante, el fracaso del humanismo nacional burgués y del papel amansador de las lecturas apropiadas se pusieron de manifiesto, digo, cuando la nación más culta de Europa, esto es, del mundo, llevó a cabo la barbarie más sangrienta ante la mirada cómplice y silenciosa de la mayoría de ellos. Si hubieran tenido la opción de elegir, a buen seguro que aquellos que terminaron en las cámaras de gas, conducidos a ellas bajo las notas de Strauss o Beethoven, habrían preferido convertirse en frikis. Por eso, al acabar la contienda, y con las cenizas de los lager todavía humeantes, Heidegger se preguntara si todavía esa palabra -el Humanismo- podía tener algún sentido; si, después de que lectores de Goethe o Kant asesinaran en masa a niños, mujeres o ancianos por nimiedades, si después, repito, todavía se podía seguir confiando en sus efectos apaciguadores e inhibidores y si no era más cierto que se había asistido al fiasco o, mejor, a la desilusión de muchas de las esperanzas.

Por eso ha habido voces autorizadas que recientemente han proclamado que, en definitiva, quien se pregunta hoy en día por el futuro de la humanidad y de los medios de humanización, lo que en realidad quiere saber es si en el fondo sigue habiendo expectativas de tomar bajo control las tendencias embrutecedoras del hombre. Esto, además, en un mundo que, no se nos olvide, ha pasado de 3.000 a más de 7.000 millones en apenas una generación. La respuesta, a la vista de un continente sin guerras en los últimos sesenta años (con excepciones), es sí.

Para entenderlo deberíamos comenzar a aceptar que, en esta sociedad definitivamente post literaria, volcada en los nuevos medios de comunicación y de redes sociales, la distinción orteguiana entre hombre egregios y vulgares, esos en los que la sociedad iba a volver a agruparse, es cada vez más imperceptible; y que esta época de vulgaridad que ha conseguido una pacificación y un ablandamiento inaudito, es irreversible. No hay vuelta atrás y mientras antes lo admitamos, mejor. Porque, si lo pensamos con cierto detenimiento, ¿de qué se tiene que avergonzar el Chikilicuatre, en tanto que apaciguador y votado democráticamente, con respecto a Wagner o las lecturas de Nietszche?

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