Un niño de dos años ha sido condenado a muerte por el democrático estado del Reino Unido de la Gran Bretaña. Los menos sabrán de esta noticia, los más nada habrán conocido porque buena parte de la prensa del llamado mundo libre ha pasado olímpicamente de esta sentencia y de su ejecución. La vida de un niño enfermo importa un pimiento en estas sociedades occidentales que perecen y mueren irremisiblemente porque sí, porque quieren morir, porque aman la muerte, porque no tienen nada que les sostenga en la vida que no sea el placer puro y cutre de un tiempo corto, de unos años, de unos días. Bajo una fachada de cartón piedra de democracia, de derechos y de igualdades de la nada con sifón, subsiste agonizante una sociedad que en nada cree, que nada espera y que apenas nada sabe hacer más que matar y morirse ahogada en sus propias excreciones.

Alfie estaba a punto de cumplir dos años de vida. Tenía una enfermedad irreversible y el Estado, la injusta justicia de ese Estado, ejercida en nombre de su poco graciosa majestad, había dictaminado que tenía que morir de hambre y de sed. Eso es lo que ocurre cuando se desconecta de su soporte vital a un ser humano enfermo, muere de hambre y de sed. Sus padres no querían. Han luchado con apoyos de todo el mundo para que no se dejase morir a Alfie como ni siquiera se deja morir hoy a un perro. Pero no contentos con dejarle morir contra la voluntad de sus padres, no le han dejado salir del hospital. Tenía que morir sí o sí. No he visto ni soñado nunca algo parecido en mis décadas de ejercicio de la profesión médica ni como ciudadano mayor de edad. El estado, llamado democrático, secuestra a un niño. Porque eso es un secuestro, ¿o no? Retener a un menor enfermo contra la voluntad de sus padres, en el diccionario aparece como secuestro. Porque sus padres, una vez abandonado Alfie por sus cuidadores, por orden judicial, querían llevárselo a su casa o a Italia o a Alemania, donde hospitales infantiles de renombre mundial se habían ofrecido para seguir asistiéndolo; pues no. Una vez dictada la sentencia de muerte, había que ejecutarla. Alfie ha estado casi una semana viviendo solo de sus escasas fuerzas. No se moría. Y han esperado, con una crueldad inusitada, hasta que el último residuo de vida ha abandonado su cuerpo. Esto es lo que nos espera. Unos estados que están haciendo palidecer a los brutales totalitarismos del siglo XX, bajo el pabellón de la democracia. Unos gobiernos y unas legislaciones que harán que un futuro no lejano la humanidad sienta vergüenza y horror de sí misma como nunca hasta ahora.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios