Las suspicacias ante el incendio de Doñana no se hicieron esperar. A las pocas horas ya circulaba por las redes una petición para garantizar la reforestación, impedir la recalificación de terrenos y evitar que determinados empresarios "puedan hacerse con la zona afectada para su propio interés". Confieso que, aun sabiendo que eso no es posible, firmé la petición, junto a casi 300.000 personas más. Seguramente lo hice porque era lo único que estaba en mi mano en aquel momento, la única manera de dar salida a la impotencia y la rabia que ese infausto domingo se fue extendiendo entre los onubenses.

En los días posteriores he recibido de todo en mi teléfono: críticas a la gestión del responsable del Consorcio Provincial de Bomberos, llamadas a que todos los escolares de la provincia visiten la zona y planten un árbol, emotivos reconocimientos a los bomberos forestales y sus históricas reivindicaciones laborales, y de nuevo, recelos incesantes que señalan la existencia de oscuros intereses detrás del incendio. Son tantas las amenazas que confluyen en Doñana (freseros, gasoductos, pozos ilegales…) que realmente es difícil no sucumbir a la sospecha.

Todas estas expresiones, desde los buenos deseos a la iracundia, canalizan un malestar. Hay que entenderlas en clave de desahogo, de duelo, como señales de que lo que hemos perdido (también en el incendio de Riotinto) es muy nuestro. Yo me quedo con una: la que convocó en el Paseo de la Ría de Huelva a cientos de personas vestidas de negro y verde, como símbolo del luto por lo quemado y de la vegetación que se desea defender. Una cadena humana mirando hacia otro paraje de especial valor, las Marismas del Odiel, que levantaba sus manos en un gesto de solidaridad y de resistencia. Fue un homenaje a la herencia natural de la que somos depositarios y revela, además, una nueva conciencia colectiva. Porque, para bien o para mal, estamos entrelazados, indisolublemente ligados entre nosotros y con la naturaleza, somos partes de un todo. Los desafíos a los que deberemos dar respuesta no se entienden aislados ni podemos actuar de forma disgregada.

Es cierto que a la cadena, que pensaba cubrir toda la avenida Montenegro, le faltaron eslabones. Esos vacíos duelen como los negros bocados del paisaje quemado. Pero algún día otras manos, frágiles, poco visibles o incluso impotentes, cubrirán ese horizonte, no lo dudemos, porque nos va la vida en ello. Y esa es la esperanza.

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