Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

'Criminófagos'

El tertuliano cambia por unos días el picor inguinal del ligue de una famosilla por el asesinato de un niño

Sea cual sea nuestro oficio -digno y honroso- no nos conformamos con él. Es como si nos aburriera, de tan rutinario. Así que ante un hecho como el rapto y asesinato de un niño de ocho años nos ponemos intensos -algunos hasta salivan- y brota en nosotros ese policía, fiscal, abogado, juez, forense o verdugo que cada cual lleva dentro... Pero no es suficiente: colmadas ya todas esas expectativas profesionales adquirimos también, para reforzar nuestras nada ponderadas opiniones -¿por qué iban a serlo?-, hasta la condición de asesino -sin presunto-, de víctima -virtual, claro-, de familiar de uno y otra, y también la de testigo -sin haberlo sido- y la de vecino de los actores principales del suceso -aunque vivamos a miles de kilómetros del lugar de los hechos-. Usurpamos todas esas identidades y ya lo sabemos absolutamente todo, nos hacemos una idea sólida y sin lagunas ni puntos negros sobre lo que ha ocurrido. No hay nadie sobre la faz de la tierra que nos convenza de que las cosas no han ocurrido como sostenemos. Y no hablemos de clarividencia. Han sido legión los que se han adelantado en este caso a los investigadores de la Guardia Civil: "Ya lo dije yo, la negra no era de fiar".

Cuántos sabuesos desaprovecha la policía. Cuánto Sherlock Holmes hay a su disposición y Zoido sin enterarse. Debería convocar una oferta pública de empleo para comisarios. Ah, y Catalá otra para jueces. ¿No nos estamos quejando permanentemente de que la justicia va lenta? Todos esos que dictan sentencia al segundo acabarían de golpe con el colapso en los juzgados y los artesanos de puñetas no darían abasto.

A esta colectiva fiebre analítica de un crimen como el de (por ejemplo) Gabriel Cruz y su ulterior solución por la vía exprés y sumarísima contribuyen con el influjo de una indigestión de garbanzos en el hígado de estos criminólogos espontáneos todos esos tribunales levantados en ciertos platós de televisión con la rapidez de una casa Amish. Desde ellos, una pleamar de cochambre anega con escabrosidad y sensiblería tóxicas los hogares buscando bañistas -se les llama audiencia- y los encuentra: en su sillón, el espectador se pavonea porque coincide con su tertuliano favorito, el mismo que durante unos días deja de documentar con detalle acerca del picor inguinal del último ligue de alguna famosilla y, con la misma autoridad y sin ningún sonrojo, se dedica a parlotear sobre el asesinato de un niño.

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