ES una pena que la propuesta de Rajoy sobre el contrato del inmigrante haya sido tan mal explicada y haya quedado tan triturada en la vorágine preelectoral, porque entra de lleno en un debate irresuelto en las naciones de nuestro entorno sobre los problemas que, junto con los indudables beneficios, plantea la inmigración masiva a la que asistimos. La sociedad está cambiando a ojos vista y cerrar eso, los ojos, no nos llevará a nada bueno.

Veamos. La ganga de esta iniciativa es todo lo relativo a la obligatoriedad por parte de los que vienen a asentarse entre nosotros de cumplir las leyes y pagar los impuestos. Esto no hacía falta decirlo. Todos los ciudadanos que vivan en España deben atenerse a las leyes vigentes. La excepcionalidad no cabe de ninguna manera. Si la ablación de clítoris, habitual en ciertas culturas africanas, es un delito penalmente sancionado, lo es para todos y ha de ser perseguida. Si las niñas tienen derecho a la educación y las mujeres a la igualdad jurídica con los hombres, eso vale para cualquier niña y para cualquier mujer avecindadas en este país.

El meollo del asunto radica más bien en las medidas encaminadas a lograr la integración plena del inmigrante. Aquí habría que distinguir bien entre las costumbres -la expresión usada, erróneamente, por Rajoy- y los valores. Pretender que los inmigrantes copien y hagan suyas las costumbres autóctonas no tiene ni pies ni cabeza, salvo que las costumbres importadas supongan un deterioro de la convivencia. ¿A qué costumbres se refiere el PP? No queda claro. Si es la siesta, dejemos que el inmigrante la duerma o no según quiera o pueda. Si es matar un cordero en casa, las normas sanitarias lo prohíben. Si es celebrar una fiesta ruidosa de madrugada, habrá que tratar a sus protagonistas como a los nacionales que organizan fiestas ruidosas. Y así sucesivamente.

Diferente es la cuestión de los valores de nuestra sociedad civilizada. Es un valor a preservar, por ejemplo, el matrimonio constituido por libre consentimiento entre las partes, lo que excluye radicalmente los matrimonios amañados por las familias. Lo es igualmente la capacidad de la mujer adulta para realizar contratos jurídicos sin la autorización del marido. O la facultad de las niñas de asistir a clase junto con los niños de su edad. O la posibilidad de que una mujer se case con alguien que no sea de su religión o de su cultura. En fin, algunos principios y cualidades que hacen que sea preferible vivir aquí que vivir en Irán y que tenemos que salvaguardar de los ataques, subjetivos y objetivos, que pretendan relativizarlos.

A ver si, después del 9-M, es posible que este debate se haga con el sosiego y la profundidad que exige.

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