Consenso

El acuerdo entre desiguales no les vale a quienes aspiran, según afirman sus estrategas, a dividir para vencer

Ya sabemos que las palabras, repetidas hasta la extenuación, se desactivan, pierden algo de la significación original o pasan a sonar demasiado blandas, sobre todo cuando se invocan una y otra vez en contextos grandilocuentes. Ocurrió con el famoso consenso cuyo uso castellano, datado por Corominas en el siglo XIX, alcanzaría su momento de gloria durante la Transición -otra palabra abusada- en la que se empleaba a todas horas, casi con finalidad apotropaica, como término fetiche, aunque ya entonces fuera para algunos sinónimo de mercadeo. Por causa de esta inflación, se convirtió en un lugar común y muchos lo hemos utilizado durante años en sentido cómico -¡no hay consenso!- a la hora de expresar la divergencia en pleitos domésticos, por ejemplo a la hora de disolver una reunión de amigos en la alta madrugada.

Ha vuelto ahora, cargado de sentido despectivo, para aludir precisamente a ese momento del que a juicio de ciertos politólogos -y de quienes les han comprado el discurso, como dicen los de las tertulias- provienen todos nuestros males. Nada se opone a la reedición actualizada de los pactos fundacionales de la democracia ni tampoco a la forja de otros distintos que se propusieran redactar otra constitución o hasta cambiar la forma de gobierno, sustituyendo la monarquía por una tercera república, una alegre pluricomuna o una excitante confederación de falansterios. El único requisito sería que hubiera una mayoría tan amplia como entonces e igualmente formada por sensibilidades políticas diferentes -de otro modo no cabe hablar de pactos, por numerosos que sean los partidarios de un solo bando- que sostuviera la necesidad o la conveniencia de abrir una nueva y venturosa etapa de la Historia.

El problema, para los que hablan de liquidar el régimen del 78, es que no reúnen ni de lejos a los millones de ciudadanos que harían falta para alcanzar esa mayoría. Y para los demás, que ni siquiera se lo han propuesto. En efecto, tanto los que dicen hablar en nombre del pueblo como los que lo hacen en nombre de la gente coinciden -de ahí que se hayan casi aliado- en defender un sentido restrictivo de ambos términos, que comprende sólo a los suyos y desprecia la representatividad de las instituciones donde se ven obligados a convivir con indeseables. El consenso que hizo posible el acuerdo entre desiguales no les vale a quienes aspiran, según afirman sus estrategas, a dividir para vencer. Ahora bien, si lo que proponen es una especie de carajistán ingobernable donde vuelvan la censura, los comisarios del partido, la formación del espíritu nacional y la policía política, preferimos quedarnos como estamos.

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