Visiones desde el Sur

Cambios

El espejo que olvidamos pondrá ante nosotros los mismos problemas de los que quisimos evadirnos

El verano es un tiempo de ocios dispersos acompañados de días largos, noches cortas y un calor que amodorra -al menos en estas latitudes-.

Por no se sabe qué disposición ni a cuento de qué santo estamos dispuestos a embarcarnos en cuantas peripecias nos sean propuestas. Mientras más extrañas, mejor. La percha con que salíamos a la calle hasta hace poco se guardó en el armario de los olvidos y nos relajamos no sólo en la forma sino también en el fondo. Vivimos sin vivir en nosotros, que diría la teresiana de Ávila.

Pareciera que alguien ajeno a nosotros se hubiera ubicado en lo que somos y que, por narices, nos tenemos que abandonar al ejercicio de sus raros caprichos. El recogimiento del otoño, del invierno, e incluso la floración primaveral con todas sus luces, colores y vidas nuevas, ha dado un salto mortal dejándonos a merced de bullicios, cambios de residencia, amistades ocasionales y conversaciones anodinas e insustanciales.

Sin duda esta actitud nos es necesaria física y psíquicamente, pero, deshabituarse de la armadura de la costumbre no es fácil. Cambiar de tren por mucho que lo imponga el calendario cuesta, al menos las primeras semanas del estío, cuando el sol cae a plomo fundiendo en el acerado cuerpos sin sombras que huyen de la solana y a las cuatro de la tarde no andan por las calles más que los locos y los niños, esos maravillosos seres que pasan de la realidad y viven en un mundo particular, ajeno a las cuitas de la urbanidad, del sentido común, de lo estipulado por otros y de cualesquiera otra convención social e incluso climatológica, que desee coartarles el llevar a cabo lo que les dé la gana.

Uno tiene la sensación de estar perdido -sin objetivos- ante un ir y venir que rompe lo ordenado y es necesario dejarse llevar por un río que nos arrastra y alucina hacia una fiesta impuesta por el calendario, y en donde perseguimos estrellas errantes como las que nos traen las perseidas, esas alocadas luces que cruzan el firmamento.

Por mucho que intentemos tirar del cuerpo hacia otro lado, la mente se resiste a abandonar los lugares y los problemas en que ha estado inmersa durante tanto tiempo. Cuando, a fuerza de insistir, nuestros sentidos se acostumbren a esta vida fugaz, deberemos volver al lugar del que partimos. Y ahí, en ese justo instante, el espejo que olvidamos pondrá ante nosotros los mismos problemas de los que quisimos evadirnos. El caso es que siempre estamos desubicados. Nada nuevo.

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