Crónica personal

Alejandro V. García

Bonanza y torbellino

EL mensaje moral más clarividente que extraje de la crónica que publicó ayer nuestro periódico sobre las consecuencias derivadas de la supuesta trama de corrupción destapada en el Ayuntamiento de Estepona era la foto. Lo demás (la resistencia a dimitir, las oscuras complicidades, la solidaridad mal entendida, el apego al poder, el aroma oscuro del dinero) era turbio. Pero la fotografía no. Quizá porque, en cierto modo, era una alegoría de la conciencia política de la corporación. En el centro, un tipo con aspecto satisfecho, entrecano, embutido en un elegante terno azul marino, corbata celeste y el rostro atravesado por los frunces de una sonrisa descomunal. En cada flanco, una grácil señorita vestida de flamenca de aspecto maternal, ambas meciendo un ramo de rosas, con el abdomen cruzado por sendas bandas de reinas de la belleza y enormes aros de pasta balanceándose en orejas y muñecas. ¡La imagen misma no ya de la felicidad sino de la tranquilidad de conciencia!

El agudo contraste de los colores le daba a la imagen un aspecto antiguo, de tecnicolor. Cuando la vi pensé que era una de esas fotos de archivo con las que se suele subrayar el contraste brutal entre el hoy y el ayer de ciertos personajes o colectividades. Pero no, era una foto del día anterior, de la inauguración de las fiestas de Estepona. Y el tipo tan feliz era el alcalde en funciones de la villa, el andalucista Rafael Montesinos, a quien la crónica periodística citaba en numerosas ocasiones como la persona que había destituido a la fuerza, horas antes, a cuatro concejales socialistas imputados en la supuesta trama corrupta. El propio Montesinos, el hombre que sonreía tras destituir por las malas a sus compañeros de coalición, de hecho también había prestado declaración como imputado ante el juez, como algunos cargos confianza que continúan intocables. El guillotinador que los guillotine buen desguillotinador... O el destituidor que los destituya... Etcétera.

La imagen del feliz alcalde en funciones en mitad de la página del diario, enmarcado por titulares, subtítulos, sumarios, párrafos y destacados que relataban la presunta iniquidad de la corporación resultaba tan sugestiva como desconcertante. Una especie de pulso entre ética y estética, entre bonanza y torbellino.

Muchas veces los partidos han discutido ásperamente en qué momento los cargos públicos deben dimitir de sus puestos y jamás se han puesto de acuerdo. Unos creen que es bastante con la mera sospecha, otros que es necesaria la imputación o la sentencia firme. Como pasatiempo político está bien, pero como referencia moral es un disparate. Hay que irse antes de que empiece a oler mal.

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