Siempre me han molestado de una manera exasperante cuantos se arrogan autoridades ajenas. Esos que suelen hablar con un despreciable descaro, con una intolerable desvergüenza en nombre de los demás, en nombre de muchos, en nombre de todos, de toda España, si es preciso. Es como si el resto del país hubiéramos delegado en esos caudillos de la opinión, grupos o colectivos -cuya capacidad de propagación es proporcional a sus limitaciones éticas-, a veces auspiciados o subvencionados por entes oficiales o ciertas administraciones, cuando no los propios partidos políticos. Unos y otros despliegan con la mayor desfachatez y brusquedad las andanadas de su exhibicionismo charlatán y su dialéctica agresiva propia de su visión sectaria de la propaganda, aprovechándose del primer foro que les viene a mano, cualquier asamblea o parlamento regional o el mismísimo Congreso de los Diputados como vimos el pasado día 13.

Y en esta Babel ideológica y desmedida, de quienes interpretan la democracia a través de sus heterodoxos principios, se enarbola la más extremada hipérbole expresiva, el maximalismo del insulto y la difamación si es preciso, la exagerada contundencia de la injuria, la presuntuosa o pretenciosa autosuficiencia o posesión de la verdad sin el más mínimo asomo de autocrítica. Y ello en función de una supuesta reivindicación de la justicia desde su prisma ético sin eludir, si viene a cuento, las manipulaciones más descaradas, las instrumentaciones más perniciosas, los argumentos más peregrinos. Muchas de estas posiciones radicales y extremistas se alientan en diversas ocasiones en esa otra Babel de la confusión y la polémica que suscitan las tertulias radiofónicas pero más habitualmente televisivas, auténticas ollas de grillos donde imponen su indómita superioridad verbal, su abusiva palabrería -¡oh casualidad!- quienes más próximos están a esas ideologías radicales y extremas, hasta el punto de interrumpir constantemente a sus más ponderados contertulios o simplemente no permitirles hablar.

Y así ciertos personajes y grupos, que pretenden ejercer de representantes o portavoces de los ciudadanos, apropiándose de una autoridad que sólo ellos se otorgan, se mezclan en estas tertulias entre otros dignos profesionales de la información y la opinión, estimulados por moderadores o presentadores que, según sus personales criterios, animan o avivan sesgos sectarios, tendenciosos y torticeros. Salvo nobles excepciones, en estos foros mediáticos sobran embaucadores coloquiales y charlatanes envanecidos de propuestas banales y vacua locuacidad. En estos lances dialécticos, farragosos e ininteligibles a veces uno se asombra o se alarma, con que, habiendo tantos temas de incuestionable gravedad y acuciante vigencia, estos debates se engolfen en cuestiones de interés partidista, de disuasorias tergiversaciones oportunistas u otras disquisiciones bizantinas. Y dos lugares comunes: los que se empeñan en cambiar el mundo y jamás dicen cómo hacerlo y quienes se obstinan en aplicar la ley pero no aclaran como ejecutarla.

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