De las palabras que Cristo pronuncia en la cruz, quizá las que mejor revelan su sufrimiento como verdadero hombre son éstas que recoge Juan (19, 28-30): "Tengo sed", exclama Jesús en su agonía. Tras perder tanta sangre, agotado por los latigazos, con el sol en su apogeo, teniendo que apoyarse en los pies y en los brazos para poder respirar, el Mesías se asfixia y desfallece. Según los expertos, en esas condiciones el cuerpo se deshidrata, los labios y la boca se secan y la lengua se pega al paladar. Su sed es, pues, la consecuencia lógica de un martirio horrendo y real.

Pero, al tiempo, su súplica no expresa sólo la desesperación de un crucificado. De entrada, el propio Juan la desvela hecha "para que se cumpliera la Escritura". En efecto, el salmista escribiendo de forma profética, canta: "Han apagado mi sed con vinagre" (Salmos, 69, 22). Es eso exactamente lo que ocurre: los verdugos, sujetando a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre, se la acercan al condenado, quien, tras tomarlo y antes de entregar el espíritu, da todo por cumplido. En el vivir de Cristo nada ocurre por casualidad. El "plan divino" es seguido escrupulosamente por Jesús, incluso en los estertores de una vida que se le escapa.

Junto a ello, el pasaje tiene además una obvia dimensión espiritual: no deja de ser paradójico que quien ofreciera "agua viva" a la samaritana (Juan, 4, 10), el mismo que, en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, dijera: "Si alguien tiene sed, que venga a mí y beberá" (Juan, 7, 37), pida agua. Lo hace sin duda asumiendo nuestras propias debilidades: la sed que padeció Cristo fue para que nosotros jamás volviéramos a sentirla; cuando sufre y muere lo hace en lugar nuestro; la roca (Jesús) puede darnos agua después de ser "golpeada" (en el madero del Calvario) una sola vez.

Al cabo, hay en la sed física de Jesucristo también la angustia de otra clase de sed: la de que hombres y mujeres se propongan acoger la verdad, respetarla y dar testimonio de ella, olvidando un mundo en el que, por desgracia, imperan la hipocresía y la mentira. Él tiene sed de almas que hagan del amor la regla esencial. Ojalá que la Iglesia, nosotros, no sigamos respondiendo -habla Ratzinger- una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre. A ti y a mí nos corresponde saciar, o al memos intentarlo, la sed del Cristo. Su grito -atemporal, dolorido, anhelante, eternamente esperanzado- así nos lo reclama.

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