Almas

La globalización ha favorecido prácticas laborales que implican un retroceso de décadas o hasta de siglos

Nunca se insistirá lo suficiente en el hecho de que el mundo antiguo, pese a los impresionantes logros de los griegos y de sus herederos latinos, fue absolutamente insensible al dilema ético que planteaba la esclavitud, aceptada como una institución natural que permitía el ocio y la dedicación a la política de los individuos cultivados y sobre todo proporcionaba la fuerza de trabajo necesaria para el funcionamiento de la economía. Los hombres -tampoco las mujeres tenían derechos, pero al menos la posibilidad se planteó, aunque fuera en boca de las heroínas del teatro- eran los hombres libres y de los siervos, que estaban por todas partes, nadie dijo una palabra que no estuviera relacionada con el fundado temor a que se rebelaran, como de hecho ocurrió en la República romana durante las llamadas guerras serviles. Simplemente, no existían o eran cosas, bienes muebles. Partiendo de la reivindicación de la unidad del género humano planteada por las filosofías helenísticas, la idea no menos revolucionaria de la fraternidad que aportó el cristianismo, la tradición de la filantropía recuperada por los ilustrados o la aspiración a la justicia universal del socialismo internacionalista -que se dirigía, en conjunto, a los "condenados de la tierra"- abonaron el camino para la tardía y pensábamos que definitiva emancipación de los siervos, pero las almas, como llamaban a los campesinos sometidos los terratenientes rusos, no han dejado de penar en el mundo contemporáneo.

Para el gran clasicista italiano Luciano Canfora, cuya obra podrían leer con provecho nuestros politólogos a la violeta, la globalización y el capitalismo del siglo XXI han favorecido prácticas laborales que implican un retroceso de décadas o hasta de siglos. La búsqueda de mano de obra barata en países que no cuentan con una legislación que proteja a los empleados -los argumentos en favor de la deslocalización suenan tan cínicos que parecen armados por sus enemigos- ha llevado a las multinacionales menos escrupulosas a contratar a los nativos en régimen de semiesclavitud. Vuelven allí, aunque invisibles, el trabajo infantil -del que se benefician las empresas y los consumidores de las sociedades desarrolladas- y las jornadas de doce o quince o más horas, pero también aquí, en el Occidente autosatisfecho que en teoría persigue, sin erradicarlos, los abusos contra los inmigrantes o la explotación asociada a la trata de blancas, convivimos con parias que malviven en condiciones indignas, no muy distintas o incluso peores -también entre los esclavos había clases- a las de la antigua servidumbre.

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