Análisis

pedro cintado

El timo de la estampita

Si se te ocurre repartir sabes que ya no vas a parar y a los niños se suman los mayores

Avanza la Cuaresma y comienza para muchos el esperado reparto de papeletas de sitio en las casas de las hermandades. Mientras esperas tu turno, llega la consabida pregunta de siempre: ¿Quieres estampitas? ¿Y pulseras? Lo que puede suponer un ofrecimiento para generar un pequeño ingreso más en las sufridas arcas de las hermandades, que no voy a criticar, para algunos hermanos se está convirtiendo en una penitencia más de cualquier salida procesional y provoca dudar si admitir tal ofrecimiento.

Desde que inicias la estación de penitencia y sales a la calle, te encuentras a niños que desde su justificada e infantil inocencia, siempre perdonable y bendita sea su espontaneidad, te piden estampitas. Si se te ocurre empezar a repartir, sabes que ya no vas a parar y que además de los niños se suman a las peticiones otras personas no tan niñas, que aprovechando la oportunidad hacen prevalecer su autoridad física para conseguir el trofeo deseado para sus hijos: la estampita.

Aquí no valen explicaciones o negociaciones como en el hecho de dar cera, que aunque cansino a veces, pido el esfuerzo por no perder esa costumbre que entiendo distinta, al requerir también un compromiso del niño que desea agrandar su pequeña o no tan pequeña bola de cera. Además, tiene sus propias reglas que aunque nadie ha escrito, todo el mundo sabe que en Carrera Oficial, no se da cera. Ignoro el motivo, pero así lo recalca la tradición. En el caso de las estampitas, la única forma de parar esa dinámica es cortándola mediante una mentira piadosa que se va a suceder muchas veces: "Ya no tengo más".

A veces funciona, pero en un círculo de cincuenta metros aproximadamente, todos los presentes saben que ese que está allí, da estampitas. Estás señalado y salir de la situación creada a veces es imposible ante la mirada ilusionada de un niño que con simpatía y gracejo, te pide educadamente una estampita del Señor para su abuela. Lógicamente no te puedes negar, se la das y vuelves a caer en el mismo ciclo anterior. Sólo la experiencia adquirida te hace dosificar las existencias e irremediablemente vuelves a mentir: "Ya no tengo más".

Hace poco tiempo me comentaba el hermano mayor de una conocida hermandad, que habían preparado dos mil estampitas para que las pudieran repartir sus monaguillos y que a mitad de su recorrido ya no tenían. Quizás sea un fenómeno a estudiar, pues parece que esta nueva moda de la caza de la estampita, lejos de aumentar la fe y devoción a la sagrada imagen que representa, se ha convertido en una distracción competitiva, sin fin ni sentido, con el único propósito de acumular, almacenar y después tener que hacerlas desaparecer.

Comparo este hecho con los caramelos de la cabalgata de los Reyes Magos, que se solicitan con una exigencia extremada, se batalla por conseguirlos sin respetar edad alguna y después de mostrar con orgullo el trofeo conseguido, deambulan durante días por los rincones de la casa sin saber qué hacemos con ellos.

Lejos en el tiempo han quedado las ediciones reducidas y personalizadas de estampas que se ofrecían como recuerdo tras la recolecta, con el nombre del predicador del quinario o triduo correspondiente. O al menos como recuerdo de un besapiés o besamanos con una sentida oración en el anverso.

Ahora el esmero se centra en la calidad de la foto, se editan con un pequeño texto poético para que se puedan utilizar en todos los actos y se imprimen por miles, algunas incluso con publicidad. Si lo desean, me pueden llamar rancio o quisquilloso, pero creo que muchas de las estampitas actuales tienen el mismo valor que los caramelos mencionados y por desgracia acaban en el mismo sitio. ¿Me das una estampita?

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