El talonador de Barbarians pone el balón entre las dos líneas que forman la touch. Sale sucio y cae en manos del medio melé All Black. Patada defensiva que intercepta el zaguero contrario, que no la quiere, y vuelve a ponerla de un puntapié en el campo neozelandés. Los de negro intentan jugarla -esas patadas van contra su dogma de fe- pero el portador del oval es interceptado. Un ruck de los de antes deja salir el balón hacia el lado de los neozelandeses, que en un par de pases se acercan demasiado de nuevo a la línea de touch. Nueva patada -muy alta esta vez- que cae en manos del apertura Barbarian -él sabe de gravedad- y eso significa que el rugby total se va a desencadenar. Es el galés Phil Bennett, que metido en una encrucijada -en su veintidós; rodeado de All Blacks; sin espacio para armar una patada; y de espaldas a su ataque-, crea un par de pliegues en el espacio-tiempo y se coloca para dar un pase perfecto a su izquierda a JPR Williams. Otro galés. Este recibe un brutal placaje alto pero se mantiene en pie y, guiado por no se sabe qué ondas sensoriales, envía el balón a Bryan Williams. Siguen en su veintidós -patea o corre-. Ni lo uno ni lo otro. Carrera corta y balón a la izquierda para Dawes -sí, lo habéis adivinado, también de Gales- que esta vez sí corre. La defensa All Black está muy arriba. Sigue siendo peligroso jugar a la mano. El segundo centro tiene hasta cuatro apoyos. Se deshace de un neozelandés y descarga sobre su derecha, hacia el interior, donde le espera Tom David. Sí, galés. David viaja hacia delante en el espacio, pero también en el tiempo con una jugada digna del siglo XXI. Un offload al límite que recoge Quinnell (me ahorro la nacionalidad) y lo suelta para que Gareth Edwards, que ha corrido sesenta metros en apoyo, lo lleve hasta la línea de ensayo firmando la obra de arte más hermosa de la historia del rugby. Testamento del Dragón. Cardiff. 27 de enero de 1973.

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