Uno no se tiene por mejor que nadie, pero puede presumir de haber aprendido (al menos algo de esto) de los mejores. No he tenido la fortuna de convivir en el tiempo con todos, claro está, pero sí he contado con la suerte de crecer al amparo de muchos de los que hoy consideramos grandes referencias en el ámbito cofrade y que actualmente, a la vista del patio, creo que echamos mucho de menos.

Personas que amaron y defendieron las hermandades, que creyeron en ellas como verdadero instrumento de acercamiento a Dios. Que velaron por ellas, que las hicieron crecer. Hoy, la realidad es fácil de describir: muros de Facebook llenos y casas de hermandad vacías. Muchas tertulias llenas de cofrades nada comprometidos con sus hermandades y cultos con una asistencia muy pobre de hermanos.

Hablo de personas de una talla excepcional, tanto que los que ahora medio defendemos la plaza solo podemos admirar y respetar. Cómo olvidar a Juan Manuel Gil, tan sabio en todo, tan capaz de ilusionar a una hermandad entera y ponerla a trabajar en una dirección. No se equivocó la Diócesis cuando le pidió que coordinara la visita del hoy santo Juan Pablo II. Por algo sería. No en vano, D. José le impuso a título póstumo la Cruz Pro Ecclesia et pontífice, que se otorga desde la Santa Sede a aquellos clérigos y laicos que se distinguen por su contribución y fidelidad a la Iglesia. Su familia, en un gesto de igual categoría o más, tuvo el detalle de ceder la medalla a la Hermandad de San Francisco, por lo que hoy podemos verla en algunas ocasiones prendida en el tocado de la Virgen de la Esperanza.

¿Y Sebastián Velo? Un cofrade atípico, de acuerdo, pero con carisma y arrojo de sobra para que su hermandad, con cuatrocientos hermanos escasos, construyera un templo en el centro de la ciudad. Todavía nos estamos acostumbrando a echarlo de menos.

Aún podemos disfrutar de la presencia y actividad de muchos de ellos, de su experiencia. Confieso que me emociona ver cómo quien un día fuera hermano mayor del Nazareno barre su capilla y mima el templo para que sus titulares luzcan como se merecen. Me conmueve compartir la eucaristía cada sábado con quien me enseñó lo que era un altar, una dalmática y un incensario (mi querido tocayo). Personas que tocaron techo en las hermandades y hoy siguen hablando de cofrades en primera persona del plural.

Da gusto charlar con Pepe Llanes, padre de mi hermano Josechu, y que te cuente las mil peripecias de cómo montaban los altares de culto hace tantos años. En este caso el cariño es mucho, pero, al mismo tiempo, debe ser una muestra de humildad acercarse a estas personas, que todavía conservan lucidez y arrestos para montar muchos más si hiciera falta, y aprender de ellos el abecé de la Semana Santa. Con qué respeto trataron siempre a los titulares, con qué conciencia de quién está en el Sagrario (aunque estuviera cerrado el templo)… Nada de poses, nada de "ponte firme que está delante el cura".

Imposible terminar estas líneas sin hacer mención a mi tío Manolo Roméu, quien siempre estuvo en primera línea de nuestras cofradías desde que, con dieciséis años, entró en la junta de gobierno de La Borriquita como vicesecretario. Desde entonces, muy pocos le habrán oído decir no a cualquier propuesta hasta el mismo día de hoy, en el que se encuentra en esta situación tan incomprensible. Ya quisiera yo la mitad de su energía y de su sentido del deber.

Tantos que podría citar ahora… Dan algo de esperanza, porque no sé si lo que viene mejora lo anterior: escasa capacidad de compromiso, de sacrificio, y un sentido de pertenencia a la iglesia igual de pobre. O ponemos énfasis de verdad en la base, o el panorama que tenemos por delante se presenta más que complicado.

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