Tengo para mí que la obra de Juan Ramón pasó inadvertida entre sus paisanos muchos años, inalcanzable para su inmensa mayoría, en medio de unas tasas de analfabetismo escandalosas. En todo el ámbito del Condado de Huelva, y en la capital, y en el resto de la provincia, incluso en su Moguer natal. Con algunas honrosas excepciones, como el homenaje que le tributaron algunos intelectuales onubenses en febrero y marzo de 1912 en las páginas del diario La Provincia. O como los amigos de La Palma del Condado, encabezados por el poeta, Pedro Alonso-Morgado, que empezaron a seguir su pluma deslumbrante muy al comienzo y a tributarle veneración. O como el testimonio de la Escuela Nacional nº 5 de Almonte, donde sus privilegiados alumnos, en condiciones materiales casi imposibles, leían Platero y yo en 1935, a instancias de un jovencísimo Juan Infante Galán, introducidos con ella en la comprensión de la belleza.

Fue en esos ambientes, generalmente elitistas, donde únicamente permanecieron vivos y latentes, soterrados durante décadas, sus poemas, trenzados en la lira más sugestiva y alta. O su retrato insuperable de aquella Andalucía inmortal de principios del siglo XX, que se fue abriendo paso a impulsos desde fuera. Porque fue Platero el que empezó a cambiar su suerte de autor a partir de 1914; aquel burrillo suave y peludo con el que el poeta bajó su producción, sin perder calidad, a un terreno más popular y propicio.

Es verdad que nunca le favoreció su estereotipada antipatía, su talante adusto y distante; el carácter tímido y ensimismado del poeta. Y luego su lejanía física, establecido en Madrid muy pronto, desde donde saltó a los manuales y textos educativos, como referencia literaria nacional. Y al poco, la guerra y su prematuro exilio americano… La razón por la que no fue homologado inicialmente por el régimen del 36, que modificó su valoración a partir de 1956 con la concesión del Nobel. Con aquel definitivo aldabonazo en la conciencia del país y de sus viejos convecinos y paisanos.

Almonte no ha sido diferente en este olvido generalizado de su terruño, más acentuado en el Condado Oriental, con apenas algún recuerdo y relativamente reciente en su callejero, y poco más. Ni siquiera cuando hubo oportunidades de repararlo, hemos buscado referencias, meritorias, pero más lejanas, para bautizar a algunos de nuestros grandes recursos de la cultura y de la educación local. La mirada a Juan Ramón ha sido casi siempre de soslayo; muy a menudo de indiferencia; con hechos testimoniales y pasajeros que pocas veces nos han permitido hacerlo realmente nuestro, siendo, como somos territorio vital de su musa y de su creación lírica, hasta el punto de llevar a nuestra devoción mariana más significada a las páginas de su producción literaria.

Un motivo, sí se quiere, anecdótico, el primer aniversario redondo del nacimiento del médico de Platero, Juan Darbón Díaz, gran desconocido en su pueblo natal hasta el año 2013, ha servido de pretexto para acercarnos con una apuesta más decidida a su biografía, a su obra y al pueblo que lo vio nacer, la víspera de la Navidad de 1881. Porque ha sido el viejo Darbón el que lo ha traído de su mano hasta Almonte, con dos exposiciones en menos de doce meses, que han abordado su poliédrica obra y su figura desde perspectivas diversas; la más reciente, Asnografía. El que nos ha acercado más que nunca a la Fundación que guarda el legado del poeta, y nos ha traído la primicia de una nueva colección dedicada a su obra en la editorial Niebla, o nos ha hermanado a Moguer, su ciudad de adopción, dedicándole la feria de San Pedro y su revista anual. ¿Y con quién mejor que con el almonteño que ha traspasado todas las dimensiones espaciotemporales en las páginas de Platero? El que, más vivo que nunca, ciento ochenta años después, ha hecho de este 2017 el año más juanramoniano de nuestra historia.

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