La World Rugby decidió esta semana otorgar a Francia la organización del mundial del año 2023. Antes está la cita de 2019 en Japón, a la que muy a nuestro pesar la selección española llega tarde. Otra vez.

Clasificarse para ese Mundial pasa por vencer en el Europeo de 2018 el partido en Madrid ante Rumanía (una selección que ha crecido sobremanera a rueda de los georgianos) y no fallar ante rivales a priori menores como Alemania o Bélgica. Ya sabemos que los georgianos no nos van a hacer papilla, pero vencerles es misión imposible -ya se han colado definitivamente en las ventanas de otoño de los grandes. Este fin de semana juegan en Cardiff ante Gales-.

Los georgianos tiene plaza directa para el Mundial, y la siguiente se la disputarán rumanos y españoles. Después queda una posibilidad de repesca que nos enfrentaría a algún equipo oceánico, casi con toda probabilidad. Pero lo más triste es que ir al Mundial, hoy por hoy, es para perder todos los encuentros y volver a casa con el cansino "lo importante es participar". Además clasificarse no es un disfrute, sino un torneo de rugby agónico.

Nos falta un plan, un horizonte y gente capaz de llevarnos hasta él. España sigue perdiendo trenes. Ya han anunciado que los vecinos organizarán la parada de 2023. ¿Un horizonte? Clasifiquémonos para Francia disfrutando del rugby, y juguemos ese Mundial con gente profesional capaz de dar la sorpresa al menos en un partido. ¿Cómo se hace eso? Faltan seis años para esa cita, que la Federación prepare a los que hoy tienen dieciocho años de verdad.

Los mejores deben tener un equipo profesional en el que desarrollar totalmente su talento. Para eso se precisa una planificación y trabajo duro para convencer a los patrocinadores de que ver su marca asociada a los valores de los que tanto hablamos es beneficioso. Se nos va el tiempo, nos quedamos atrás, y seguimos haciendo las mismas cosas de siempre. Llamen a Pichot, él les indicará el camino.

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