La victoria es vulgar, es efímera y se suele aprender poco de ella. No es poética, no requiere resurrección y por lo tanto no fabrica héroes. Es en la derrota donde los contadores de historias suelen poner el foco. El perdedor como tema de estudio casi científico. Desde el sitio de Troya contado en la Ilíada hasta su salto a las páginas de los periódicos gracias a Gay Talese los derrotados se han encargado de dotar de cierta altura moral a los cuentos con los que aprendemos las reglas del mundo. El rugby es un juego complejo, que requiere un aprendizaje lento de unas normas que parecen diseñadas para enjaular a la fuerza bruta. Las puertas invisibles de los rucks, las posiciones artificiales en la melé, o las restricciones al placaje obligan a manejar la fuerza con una buena técnica si no se quiere sufrir. De este modo el rugby te obliga a cruzar el arco de la derrota constantemente. Pequeños errores dentro de cada partido que van a desembocar como ríos al mar de la derrota final.

Se suele (o se debe) empezar en la infancia a jugar. Se suele pasar por la derrota bastante a menudo en esas edades. Y lo mejor es lo complejo que es darle un discurso democrático de padre súper guay a un crío de 10 años sobre que el resultado no es lo importante y que lo importante es divertirse. Por un oído le entra y por el otro le sale. El tercer tiempo convierte al que era enemigo en rival y compañero, y ahí es donde comienza el camino hacia la resurrección. Es un camino que los niños han de andar solos, es empírico, necesita que se repongan de sucesivas derrotas, que corrijan errores, que mejoren de la mano del entrenador y de sus compañeros, y al final, por sí solos, eviten que el error se convierta en derrota y que esta evolucione para convertirse en fracaso. La victoria llega, y la celebración, y la felicidad, pero también llega el tercer tiempo junto con otros niños que pasan ahora por un trance que los resurrectos conocen bien. Son ellos mismos. PD: Sean eternos los laureles que supimos conseguir.

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